ORIGEN HISTÓRICO DE LA ESQUIZOFRENIA E HISTORIA DE LA SUBJETIVIDAD
José María Álvarez & Fernando Colina
Planteamiento
La pregunta acerca del origen histórico de la esquizofrenia, comprometida desde el punto de vista ideológico y compleja de argumentar, se formula en esta ocasión a partir de tres supuestos generales. El primero considera que las enfermedades del alma o mentales están sujetas a variaciones a lo largo de la historia; el segundo atribuye estas variaciones sobre todo a los universos simbólicos; el tercero plantea que el origen de la esquizofrenia —en concreto del automatismo mental y de la xenopatía del lenguaje (a la experiencia de extrañeza e imposición del lenguaje, del pensamiento, de los actos y sentimientos) — es relativamente reciente.
Aunque la opinión general dé por seguro que la esquizofrenia existe desde siempre, a finales del pasado siglo algunos autores ya se formularon la pregunta sobre su posible origen histórico. En su libro On the History of Lunacy: the 19th Century and after, Edward H. Hare argumenta su tesis de que las enfermedades no son estáticas, sino que pueden aparecer de pronto, crecer y decrecer, incluso sin la intervención del hombre. Respecto a la esquizofrenia propone que se produjo «algún cambio de naturaleza biológica, alrededor de 1800, de manera que a partir de entonces aumentó la frecuencia de un determinado subtipo de esquizofrenia».
Timothy Crow publicó en 2000 un artículo en el que proponía una hipótesis según la cual el cambio genético que posibilitó la adquisición del lenguaje («la capacidad más específicamente humana») y permitió el desarrollo independiente de ambos hemisferios, está vinculada con los síntomas nucleares de la esquizofrenia.
Definición del sujeto
Las condiciones para afirmar que la esquizofrenia no es una enfermedad natural sino cultural e histórica, propia de la época moderna, no son comprensibles —como advertíamos antes— sin plantearnos una historia de la subjetividad.
Desde que se consolida a partir de la Ilustración, o al menos adquiere una mínima consistencia conceptual, el sujeto articula una doble función: la que deriva de la reflexividad del yo (Descartes) y la que rige cualquier relación interpersonal establecida. Sujeto es quien trata con los demás y al mismo tiempo se observa y se juzga en un acto de indagación interior.
El yo descubre su condición subjetiva al volverse permeable al inconsciente, es decir, cuando deja de coincidir consigo mismo y se enajena en una doble alteridad: la del otro con quien habla y la del otro que le habita. Ya no está definido por el dominador «yo pienso», sino más bien por el servil «ello piensa».
El hombre definido por lo que le falta, es el sujeto que denominamos neurótico, mientras que el sujeto escindido y fragmentado corresponde al sujeto psicótico (esquizofrénico y xenópata). El sujeto no tiene una solidez intemporal sino que fragua en el seno de las épocas y de los discursos.
Historia de la subjetividad
La historia del sujeto es principalmente la historia de sus fracasos, es decir, la historia de su locura, puesto que la locura no es un avatar circunstancial del sujeto sino su condición de posibilidad, su premisa constitutiva. Con razón, el primer historiador de la subjetividad, Foucault, empezó por ella su estudio.
Un requisito inicial nos exige distinguir entre lo estrictamente histórico y lo simplemente cultural, que se diferencian aquí sin llegar a contraponerse del todo. Así las cosas, la psicosis no sólo debe estudiarse como la peripecia de un sujeto individual que en un momento determinado desencadena un trastorno mental, sino también como el avatar de un sujeto histórico que se ve amenazado por unos peligros nuevos que vienen marcados por el franqueamiento de una época.
En ese contexto puede proponerse que la esquizofrenia es un trastorno moderno, puesto que refleja una división y una fragmentación de la identidad de dimensiones hasta ahora desconocidas.
La esquizofrenia como enfermedad histórica
Aceptados los vínculos entre el sujeto y la locura, podemos ahora plantearnos la historia de la subjetividad interrogándonos sobre los cambios subjetivos que explican el surgimiento e imposición de la esquizofrenia en las sociedades modernas. Escisión, repudio, desdoblamiento, xenopatía, disociación y discordancia fueron algunos de los conceptos con los que se trató de nombrar la desunión personal y, al mismo tiempo, la invasión de una «otredad» que fulmina el armazón de la identidad. La contribución del naciente psicoanálisis resultó decisiva para impulsar la noción de esquizofrenia y de aquellas visiones de la subjetividad en que la división constituía el elemento esencial. Freud concibió la división del sujeto como un hecho estructural, esto es, como un principio que afecta a todos los sujetos, no sólo a los esquizofrénicos. En este sentido se puede afirmar que la de Freud fue, hasta ese momento, la concepción teórico-clínica que mejor reflejó y explicó la subjetividad del hombre moderno.
La esquizofrenia surge en la época moderna con la emergencia del discurso científico y la declinación de la omnipotencia divina. No se nos puede ocurrir buscar algo parecido a la esquizofrenia actual entre los contemporáneos de Sócrates o en las selvas de la Amazonia. Sólo se puede encontrar desde el momento en que los modernos entregaron media cabeza a la ciencia para quedar desde entonces divididos, escindidos, al modo que entendió Pascal, en dos mundos mentales incompatibles que prefiguran la abrupta división entre positivismo y romanticismo. Nos inclinamos a dar la razón a quienes piensan que la esquizofrenia no sólo es una perturbación propia de la modernidad, bastante reciente por lo tanto en nuestra historia, sino un síntoma nuclear —epistemológico y social— de la ciencia moderna, capaz de abordar cualquier cosa menos esa consecuencia ciega y muda de sí misma. El sujeto y la locura se identifican por su capacidad para escapar de la reducción científica, como lo demuestra mejor que nadie el esquizofrénico.
El esquizofrénico es centinela de la modernidad antes que de su persona. Su angustia nos alerta sobre el destino que nos acecha y es una señal para la humanidad entera.
El lenguaje y las alucinaciones
Dependiendo de la perspectiva e ideología del observador, las voces han sido consideradas de muy distintas maneras. Para algunos autores son simples percepciones erróneas, síntomas positivos de una enfermedad cerebral llamada esquizofrenia. Para otros, entre los que nos incluimos, el sujeto alucinado se nos presenta sobre todo como un ser que no ha podido o sabido defenderse de la presencia xenopática del lenguaje que habla a través de él, es decir, como si estuviera poseído por el nuevo demonio que encarna lenguaje.
Con todos estos hilos históricos se fue formando una trenza en la que sujeto y lenguaje se han convertido en términos indisociables (el parlêtre de Lacan), concepción que nos aleja de tiempos pasados en los que se veía en el lenguaje un instrumento destinado a la comunicación, una facultad al servicio de la persona. En este sentido, las voces muestran en toda su crudeza al sujeto sometido al lenguaje que recibe sus propias palabras como si le fueran ajenas, pero que, en su rotunda perplejidad, experimenta la convicción de que esas palabras le conciernen en lo más íntimo de su ser.
Que las voces —tal como aquí las definimos— no existieran antes del desgarramiento de la identidad sobrevenido con la modernidad, es una afirmación arriesgada pero coherente con los desarrollos hasta aquí expuestos.
Tres consideraciones: La primera supone un cuestionamiento de las conclusiones de cierta literatura psiquiátrica que, pecando de anacronismo, considera patológicas determinadas experiencias que en otros tiempos no lo eran por simple hecho de estar inscritas en los discursos, usos y costumbres del momento. La segunda consideración se basa en la revisión de los textos médicos antiguos, medievales y renacentistas, en especial los que se ocupan de la melancolía, la gran locura tradicional, en los que no hallamos ninguna mención relevante que guarde relación con la xenopatía alucinatoria. Para la tercera de nuestras consideraciones citamos la opinión del historiador de la psiquiatría Edward H. Hare, con quien coincidimos pese a que nuestras pesquisas van por otros derroteros y nuestros argumentos son otros: «[…] hasta el siglo XIX no existen registros clínicos claros de sujetos trastornados que oyeran voces en ausencia de alucinaciones visuales».
Las voces son el síntoma revelador de una época
Si comparamos la situación actual con la Antigüedad, es necesario recordar que los griegos no tenían ningún término para lo que nosotros llamamos lenguaje. En cambio, los modernos hemos conocido una independencia creciente del lenguaje.
La cosa en sí kantiana, la voluntad de Schopenhauer, la oscuridad de Schelling, la pulsión de Freud o lo real de Lacan, dan testimonio de esa experiencia radicalmente moderna que conduce al hombre hasta los límites del lenguaje, allí donde la representación no alcanza a revestir la realidad.
Recordemos, por consiguiente, que venimos a la existencia en un universo hablado donde la función de la lengua no es tanto conocer o comunicar sino sujetar al hombre en el mundo. La lengua es el correaje del sujeto: el anclaje a tierra que han extraviado los esquizofrénicos.
De este modo, sentimos que las palabras dejan de representar o transformar la realidad, pues se transforman ellas mismas en una realidad de carácter más material que simbólica, más física y tangible. Las palabras se convierten en signos cargados de certeza y precisión, carentes de la ambigüedad metafórica del lenguaje.
Eso explica la aparición de las voces como nuevo síntoma de la psicosis. En parte por la rotura de la palabra que hemos subrayado, pero también porque han desaparecido unos protagonistas intermedios que hablaban por nosotros entre el más allá y nuestra conciencia.
Recordemos que, hasta no hace mucho, todos los pueblos occidentales han compartido la idea de que unos entes intermedios entre los dioses y los hombres convivían junto a nosotros en el mismo espacio físico y mental. Espíritus, demones (genios), ángeles o diablos han participado de nuestra experiencia como un hecho inequívoco y común hasta que la mentalidad científica los fue desplazando al campo de la ficción y la fantasía.
Las voces de los esquizofrénicos no son otra cosa que las respuestas del sujeto a lo imposible, respuestas al fin y al cabo ante la presencia de ese real que se ha vuelto peligroso y amenazador. Surgen del cortocircuito establecido entre una palabra fundida con las cosas y la urgencia del lenguaje que acude a sofocar como puede, es decir, con el delirio, la herida que se ha abierto en el mundo y en la división del hombre. Las voces, en este caso, son la lengua muda que empieza a recobrar el habla, son un alfabeto naciente y titubeante.