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lunes, 4 de noviembre de 2024

Historia transnacional

Carmen de la Guardia y Juan Pan-Montojo, “Reflexiones sobre una historia transnacional.” En: Stvdia histórica. Historia contemporánea. 16 (1998): 9-31.


Frente a la exclusiva y excluyente práctica historiográfica como práctica nacional e incluso nacionalista, surge recientemente la posibilidad de una historia transnacional que, sin renunciar a ciertas "maneras" clásicas de historiar, permita una reflexión menos "casticista" y de más altos vuelos. En este artículo y tras abordar la íntima relación entre la historiografía y el proceso de construcción de las naciones por un lado, y los últimos debates sobre el papel y el contenido de la historia en los sistemas educativos por otro, se profundiza sobre la naturaleza, el carácter, la metodología y los contenidos de una historia transnacional.


Explicar los precedentes cercanos y remotos de los pueblos, las trayectorias y la forja de las naciones, de las pensadas desde y a favor del Estado y de las pensadas contra y a pesar del Estado, fue una de las tareas centrales —si no la central— de los historiadores que pusieron las bases de la historiografía.


Crisis: el historiador, un experto en periodizaciones, no suele cuestionar los límites de la sociedad, convirtiéndola en sinónimo del conjunto de gentes que viven en un espacio delimitado por fronteras políticas. Compartíamos, también, la conciencia de que en nuestros días las identidades nacionales y las identidades culturales se han vuelto más problemáticas y conflictivas por razones diversas, que van desde la ampliación y densificación del mercado de productos culturales hasta la derrota intelectual —que no social o política— de la concepción primordialista de la nación, pasando por la quiebra o transformación de muchas de las instituciones sociales de la modernidad.


Inventadas, constmidas, imaginadas, las naciones han dejado de ser, para la mayoría de los historiadores occidentales, realidades primordiales. Los nacionalismos estatales construyeron artefactos culturales, naciones, imaginadas como soberanas y territorialmente limitadas, donde sus habitantes lograran tener un sentido de pertenencia frente al mundo exterior. Si el nacionalismo fue necesario para legitimar el fruto de las revoluciones liberales, la historia, la literatura, la geografía y el folklore, fueron algunos de sus instrumentos para crear identidades colectivas que reforzaran los nuevos vínculos sociales. Fue durante las primeras décadas del siglo XIX, cuando los distintos estados nacionales potenciaron sus políticas encaminadas a reforzar los ahora saberes nacionales. La geografía, la filología, la literatura y la historia se revistieron de solemnidad e importancia. En sociedades de EEUU, Reino Unido, Francia, Alemania y España, sociedades acometieron la elaboración de inmensas historias nacionales. Este proceso de elaboración de historias nacionales fue acompañado de un periodo de búsqueda y edición de aquellos documentos que justificaban la antigüedad y grandeza de los distintos estados nacionales. La importancia que había adquirido el saber histórico como creador de un pasado nacional, así como el acercamiento del historiador a las fuentes escritas, produjo una alteración en la concepción y en la práctica de la historia. La historia dejó de ser un saber erudito transformándose en una disciplina que, además, se consideraba a sí misma como una ciencia. La historia en Alemania era considerada como una disciplina científica. La utilización de un método crítico para analizar los documentos históricos y su devoción por capturar con precisión los hechos del pasado, aproximaron el oficio del historiador al de cualquier otro científico decimonónico.

Sólo a través de la historia se podía descubrir el sentido último de la sociedad, y más específicamente de cada sociedad nacional. Los problemas que los historiadores se plantearon, los métodos que utilizaron y la fuerte orientación política, desde luego nacionalista, de sus escritos, estaban sustentados en esa fe en la historia

La historia se había convertido en disciplina científica pero utilizaba su recién ganada objetividad para legitimar "la verdad" de la grandeza de los estados-nación.

Pero no todos los historiadores decimonónicos compartían las premisas en que se fundaba la historiografía como profesión. La crítica al método crítico rankeano se inició en fechas tempranas. En Alemania, en 1872, Jacob Burckhardt rechazó suceder a Ranke en su cátedra, por su forma distinta de entender la práctica histórica.  Burckhardt concebía la historia como el campo de interacción del Estado, la religión y la cultura. Se inició, así, un proceso de rechazo de las concepciones historicistas y de búsqueda de una ciencia social histórica, que estuviera relacionada con las estructuras y las fuerzas sociales y alejada del acontecimiento y de la narración, que tanto había ensalzado la historiografía decimonónica. Las "nuevas historias" acabaron imponiéndose como nueva ortodoxia historiográfica tras la Segunda Guerra Mundial.

Para muchos historiadores, la historia sólo podría tener un carácter científico a través de la formulación de relaciones generalizadas que pudieran ser expresadas en términos numéricos: la historia serial o la cliometría fueron los productos más acabados de esta opción. Para otros, por el contrario, la historia implicaba factores culturales específicos que imponían límites a las generalizaciones. A pesar de tener una concepción distinta sobre el significado de la historia como ciencia social, los simpatizantes de Annales, los marxistas y los historiadores sociales alemanes y norteamericanos, vinculados implícita o explícitamente a diferentes versiones de la teoría de la modernización, compartían muchas cosas. Pero la historia nacional y nacionalizadora siguió dominando los libros de texto, la divulgación histórica e incluso parcelas no desdeñables del poder académico.

La crisis de la historia, la extensión entre los historiadores de las dudas respecto a su práctica y al lugar de la disciplina en la jerarquía de saberes, así como la ausencia en el horizonte de cualquier paradigma dominante, no han estado exentas de consecuencias sobre la posición social de la historia, muy vinculada a la suerte de la disciplina escolar de historia.


El fin de la historia: Hacia finales de los 70 en varios países la historia se refuerza en el currículo de la educación masiva. Y es que efectivamente, la historia como creadora de valores nacionales o patrióticos constituye una constante en unos debates que por sus coincidencias cronológicas y morfológicas ponen de manifiesto la existencia de un nexo común, más allá de las evidentes distancias que separan las reflexiones sobre la educación en países en las que ha imperado tradicionalmente la descentralización y los programas abiertos y en países dominados por el modelo francés. Los contenidos sugeridos en la mayoría de las propuestas de reformulación de los programas no chocan a priori con las visiones de la izquierda socialdemócrata y más en general con la cultura política de izquierdas.

La comprensión de las razones de la expresión de este giro nacionalizador nos obliga a considerar varias dimensiones. Por una parte hay que recordar que tal giro se interpreta en cierta medida como un regreso. El intento de recrear una disciplina autónoma que no se diluya entre las otras ciencias sociales. Volver a los relatos nacionales, a las cronologías largas, a la personalización de los procesos históricos y a la autonomía de la historia como disciplina, constituyeron los denominadores comunes de la reacción en los ochenta y lo siguen siendo en nuestros días. Adicionalmente, la historiografía vive, como muchas otras disciplinas, una crisis de identidad derivada de su propia fragmentación y de la ausencia de consenso sobre cuál es el núcleo central de su investigación y qué fronteras la separan de otras materias.

El relativismo epistemológico ha hecho en cualquier caso alguna mella sobre el discurso historiográfico (el propio término "discurso" lo atestigua), otorgando nueva importancia a la "cultura" (a su vez convertida en un concepto polémico), disolviendo muchos de los determinantes estructurales y obligando a repensar continuamente la noción de "realidad histórica" (incluyendo en ella, desde luego, la "realidad nacional").


La historia transnacional: En este contexto y en los últimos años se ha producido una aparente paradoja: la eclosión de artículos en publicaciones especializadas que defienden la necesidad de elaborar una historia transnacional.  La transnacionalización se opone a las pretensiones de quienes quieren que la historia siga siendo el instrumento de construcción oficial y legítimo de identidades, sean éstas las que proponen los nacionalismos estatales, o sean las que les quieren oponer los nacionalismos subestatales, las minorías culturales y religiosas, o cualquier otro de los grupos sociales que aspiran a fundar, reforzar o politizar comunidades imaginadas alternativas a las existentes.


Que en ese contexto algunos historiadores se dediquen a hablar de lo transfronterizo o lo transnacional es sin duda una prueba clara de que, como señalaban Febvre y Bloch, el conocimiento historiográfico es en sí histórico, es decir, derivado de las preocupaciones inmediatas de sus autores. Y esas preocupaciones apuntan hacia la superación del proyecto moderno de historia como metarrelato nacional del progreso. 

La transnacionalidad equivale en historia a ajustar el ámbito socioespacial a las cuestiones tratadas; un propósito que con frecuencia supone más bien determinar líneas de corte sugerentes, capaces de abrir nuevas vías de análisis, por cuanto que la mayoría de las redes y relaciones se caracterizan por su continuidad.  

Al margen de su dualidad, Annales o la mejor tradición historiográfica marxista británica o la historia social de Bielefeld o la historia social y económica norteamericana, tendieron y tienden a construir su repertorio de problemas desde perspectivas atrapadas por sus contextos nacionales inmediatos.

Queremos pensar que las diversas formas de entender la historia, pueden encontrar en esa dirección muchos campos de encuentro aunque desde luego no exentos de problemas. El primero es el riesgo del elitismo, de que se reproduzca en el terreno de la historiografía la fractura ya existente en otras disciplinas entre, por una parte, los que tienen proyección internacional, los que publican en revistas de difusión mundial —o lo que es casi lo mismo, en inglés— y los que tratan no problemas universales, sino problemas que están en la agenda de la comunidad cosmopolita y, por otra parte, los historiadores que no llegan a ese ámbito, porque o bien carecen de las credenciales, las habilidades lingüísticas y el capital social para hacerlo, o bien eligen temas de relevancia inicialmente local.

El riesgo cierto del elitismo intelectual nos devuelve a su vez a un segundo problema. Si la historia nacional goza de relativa buena salud (como ponen de manifiesto las cifras de ventas de los libros dedicados a la historia nacional propia en cada país) es porque cumple una función importante en la creación de memoria colectiva. 

Está, en tercer lugar, la cuestión central en todos los debates recientes: la escuela. ¿Hay que enseñar historia a los niños? Si se defiende que pensar históricamente aumenta el bagaje intelectual —sea eso lo que sea— de los futuros ciudadanos, la respuesta debería ser afirmativa, pero entonces... ¿Qué historia? Resulta más dudoso que la mayoría de los ciudadanos piensen que la historia puede tener otra utilidad posible que la de recordarnos las gestas e infortunios de nuestros antepasados biológicos o culturales. 

Probablemente la sed de contar con una historia de cada "nosotros", sean éstos nacionales o no, nunca desaparecerá, porque nunca lo van a hacer las identidades colectivas ni su deseo de imaginarse hacia atrás en el tiempo ni de delimitarse en el espacio. 

La nación, la escuela, la naturaleza de la historiografía, los proyectos políticos y personales de los historiadores, las demandas de los mercados, las necesidades de los políticos y las opciones personales se entremezclan en una discusión entre salidas teóricas, que a veces no satisfacen necesidades prácticas, y prácticas que no satisfacen los proyectos teóricos.


 


Haciendo historia regional

Eric van Young, “Haciendo historia regional: consideraciones metodológicas y teóricas,” En: Pedro Pérez Herrero (comp.), Región e historia en México (1700-1850). Métodos de análisis regional. México: Instituto Dr. Mora/Universidad Autónoma Metropolitana, 1991.


Falta definir un concepto claro de historia regional, asumimos que lo sabemos. Suelen usarse conceptos heredados de la geografía económica.

Las regiones son hipótesis por demostrar.

Un concepto útil de región es la “especialización” de una relación económica. Es un espacio geográfico delimitado por el alcance efectivo de algún sistema cuyas partes interactúan más entre sí que con los sistemas externos.

Es un concepto que requiere especificar definiciones teóricas a priori, para no errar el fenómeno social a estudiar. Sin esto además se puede confundir regionalidad (cualidad de ser región) con regionalismo (identificación consciente, cultural, política y sentimental con ciertos espacios). Segundo, hay que especificar muy bien las variables que se están comparando y tercero la regionalidad es en sí misma un concepto dinámico.

En el campo teórico el análisis regional ayuda a resolver la tensión entre la generalización y la particularización.

El análisis regional tiene limitaciones: primero, requiere un gran número de postulados ceteris paribus, segundo, definir cómo se relacionan con el patrón superior (meta-región,  Estado o qué) y otras regiones y tercero, por su énfasis en lo económico y ciertas interacciones sociales puede dejar fuera otros fenómenos como la etnicidad.

El concepto de región especializa las relaciones económicas como el concepto de clase hace globalmente lo mismo. Demuestran diferenciación, jerarquía y articulación entre los elementos del sistema. Son modos de análisis que se intersectan. 

Algunas regiones se concentran en ciudades, otras son agrupamientos de unidades productivas vinculadas con un mercado externo. Las metáforas son olla de presión una y embudo la otra. Una es una estructura solar y otra es dendítrica. Alta polarización el primero, baja el segundo. El segundo tiene una diferencia de clases más marcada que el primero.


Hay sistemas mutuamente influyentes, ¿cuál es el que hay que elegir para definir una región? Elige el intercambio o las relaciones de mercado. Es una teoría de la localización, tamaño, naturaleza y espaciamiento de conjuntos de actividad mercantil. Esas interconexiones son los hilos que mantienen unidas las regiones.

Este modelo lo desarrolla para Yucatán y Guadalajara.

Tiene valor predictivo que se muestra en mercados muy reducidos para todo lo que no sea de alto valor y poco volúmen, en bajos niveles de exportaciones regionales para bienes agrícolas y en un generalizado nivel de intercambio entre regiones.

Hay un efecto iceberg: con una punta con un intercambio comercial más amplio y una masa enorme de bajo intercambio intrarregional.

Esto indica una integración horizontal o espacial débil, lo que ayuda a explicar las tendencias centrífugas coloniales y posteriores. Además, una articulación vertical baja con poca especialización del trabajo. Romper contra esto fue lo que ocurrió en la rebelión de 1810.

 


Una reflexión sobre la historia local y el microanálisis

Justo Serna y Anaclet Pons, “En su lugar. Una reflexión sobre la historia local y el microanálisis.” En: Contribuciones desde Coatepec, 4 (enero-junio, 2003): 35-56.

¿Qué es lo local?

En este texto nos proponemos reflexionar sobre el concepto y la práctica de historia local, abordando en particular algunas de las implicaciones que se derivan de su uso, para satisfacer de verdad un requisito deontológico: ser conscientes de los conceptos que utilizamos. Tratamos de evitar una racionalidad retrospectiva que violente a nuestros antepasados indefensos.

La escritura histórica también está “en su lugar”, en el lugar del pasado mismo y que es ontológicamente irrestituible.

En los términos del diccionario, porque, por local los académicos entienden lo perteneciente al lugar, lo propio y lo cercano, lo relativo a un territorio.

Cuando hablamos de nuestro entorno más cercano nos hallamos ante un primer elemento de discusión. No hay nada en esas palabras que imponga en principio el sentido de límite. ¿A quién se refiere el término “nuestro”? Es decir, el observador delimita ese entorno a partir de una colectividad con la que se identificaría, pero que es variable puesto que las pertenencias no son naturales ni inmediatamente evidentes.

De este modo, en principio, entorno designa una apropiación individual de lo que es exterior, pero que sea individual no excluye por supuesto que esa apropiación se produzca a través de recursos o prótesis que son colectivos. Es decir, las percepciones del mundo son individuales pero están fundadas en restricciones colectivas.

Para evitar el problema principal que la noción de entorno entraña —que el espacio dependa de una percepción psicológica— podríamos acogernos a otra solución, la de definirlo a partir de unas fronteras visibles y universales.

¿Hay otras fronteras, no propiamente físicas ni psicológicas, que nos permitan delimitar el espacio local? Aquí tropezamos otra vez con una barrera infranqueable: cuando aludimos a fronteras administrativas, lo local varía en función de si lo atribuimos al municipio, a la provincia o a la región. En este caso, puesto que no hay una sola, ni siquiera la barrera administrativa es un criterio universal que permita designar de común acuerdo. Por eso mismo, los historiadores podemos estar tentados de imponer categorías espaciales contemporáneas a nuestros antepasados indefensos.

Por tanto, lo local es una categoría flexible que puede hacer referencia a un barrio, una ciudad, una comunidad, una comarca, etcétera, categoría en la que lo importante —al menos para nosotros— es la conciencia de su artificialidad.


Relación historia y microhistoria

Entre los historiadores profesionales existe una relación ambivalente con las investigaciones de historia local. Esto es así porque, por un lado, nos remontarían a la prehistoria del propio oficio, aquel momento en el que su cultivo reflejaba un excesivo apego por la anécdota, por lo pintoresco, por lo periférico o por lo erudito. Justamente por eso, tales cautelas nos advierten del error en que podríamos incurrir, el del localismo. Ahora bien, hacer depender la historia local de la historia general como si aquélla fuera, en efecto, un reflejo de ésta no es un error menos grave que el anterior. El primer peligro es subrayado habitualmente, pero el segundo suele pasar inadvertido.

El localismo convierte los objetos en incomparables y los hace exclusivamente interesantes para los nativos. Frente a esto, deberíamos concebir la historia local como aquella investigación que interesara a quien, de entrada, no siente atracción ni interés algunos por el espacio local que delimita el objeto. Esta es, por otra parte, una lección que hemos aprendido de los antropólogos, puesto que ellos han debido tomar consciencia de que el objeto reducido que tratan debe ser estudiado de tal modo que pueda ser entendido por (y comparado con) otros.

Tal vez, una manera adecuada de entender y de intentar conjurar los riesgos que podemos correr en la historia local sea la de plantearnoslos como análogos a los de la biografía.

 ¿Acaso es igualmente significativo lo que ocurrió en una gran ciudad que lo que sucedió en una pequeña comunidad? ¿Acaso tuvieron los mismos efectos culturales y religiosos las ideas de Lutero que las de Menocchio? En ese sentido, la pregunta por la representatividad es la pregunta por los efectos, es decir, la demanda sobre las dimensiones colectivas de los procesos y de los acontecimientos. 

Ojalá que las historias locales pudieran concebirse de tal modo, de suerte que lo particular interesara a quien no tiene interés alguno, al menos de entrada, por la historia que se le cuenta. Ojalá que las historias locales pudieran tratar los hechos irrepetibles como condensación de las acciones humanas y de su significado.

Es ya clásico vincularla con la metáfora del microscopio, en la medida en que la lente permite agrandar realidades que de otro modo son invisibles o pasan inadvertidas y así su observación se hace más densa. Planteado en esos términos, si el microscopio es la metáfora de un procedimiento histórico, no parece en principio que sea discutible el procedimiento en sí. Es decir, al igual que los científicos obtienen resultados utilizando esa herramienta en un laboratorio, también los microhistoriadores podrían obtenerlos. Sin embargo, la analogía tiene sus límites. Ante todo, porque nosotros no realizamos experimentos ni tenemos laboratorio, pero además porque los microhistoriadores emplean esa herramienta de modo diverso.

Hace unos años pudimos constatar que había al menos dos modos distintos de entender la microhistoria. Uno de ellos, el más temprano en cuanto a su formulación, era el que representaba Edoardo Grendi; otro, el que se encarnaba sobre todo en la obra de Carlo Ginzburg. El primero tenía por objeto el análisis de las relaciones sociales en agregados de reducidas dimensiones; el segundo se proponía el estudio de las formas culturales y su condensación en sujetos o grupos. Grendi subrayaba la importancia del contexto, en este caso a la manera de Edward Palmer Thompson, es decir, como las coordenadas espacio-temporales que delimitan un hecho y que lo convierten en eslabón de una cadena de significados, un contexto cuyos límites son los de esos agregados de reducidas dimensiones. A lo sumo, pues, podríamos hablar de distintas prácticas microhistóricas.

Si antes decíamos que una de las metáforas habituales asociadas a esta corriente es la del microscopio, otra no menos frecuente es la de la escala.

Desde nuestro punto de vista, el discurso histórico está constituido por una representación, es decir, es una construcción verbal en prosa que representa algo que existió, algo desaparecido de lo que sólo quedan vestigios indirectos en las fuentes conservadas.

Ampliemos las consecuencias de la metáfora y apliquémosla al objeto que nos ocupa. En ese caso, si nos tomamos en serio lo anterior, si nos tomamos en serio aquello que no sabemos, deberemos sostener que nuestra tarea se enfrenta a límites semejantes a los del biógrafo o a los del marinero: no hay arte de pesca que arrastre todo y, más aún, allá en donde cae la red no se captura todo lo que existe. 

Después de controversias historiográficas inagotables, hemos llegado a la convicción simple pero firme de que aquello que los historiadores estudian es lo concreto a partir de lo empíricamente constatable: o, mejor, aquello que hacen es dotar de sentido a hechos del pasado a partir de las informaciones que consiguen reunir.

Desde esta perspectiva, la historia local es un ámbito óptimo para proponer explicaciones cabales de la acción humana. ¿Por qué razón? Porque todo enunciado deberá remitir a los microfundamentos de una acción real, emprendida por sujetos reales y no por las hipóstasis abstractas que constituyen los tipos medios de lo estadísticamente dominante.

Aunque la parte del océano que tratemos sea diversa, mayor o menor, todos estudiamos finalmente la misma realidad. Es decir, todos nos hacemos las mismas preguntas aunque lancemos redes diferentes para capturar su contenido.

Tal vez esta idea nos da una descripción del trabajo histórico que no es muy fiel, porque el historiador no captura, sino que representa


Relaciones de poder

Aunque Foucault parte de una noción de poder asociada a la dominación, lo sustantivo es la corrección que hace a su acepción represiva. Para los historiadores, lo atractivo de esa reformulación era que con ella el poder dejaba de ser sólo una cuestión de aparatos de Estado, de instituciones formales y, por tanto, incorporaba otras informales en las que, más alla de lo político, había algún ejercicio de dominación. 

A la postre, añadiría Foucault, planteada en términos de relación, la cuestión del poder supone un combate permanente, una guerra de posiciones y de movimientos diseminados en ese espacio social. De ahí precisamente que la metáfora reticular o molecular se ajuste bien a la microfísica del poder de la que hablaba este autor.

Desde esta perspectiva, las relaciones de poder pueden ser estudiadas en espacios diferentes (un gobierno, una empresa, una familia, etcétera) y siempre localmente. Ahora bien, a esta descripción foucaultiana se le ha reprochado el riesgo del relativismo.

Decir que el poder no es sólo político, que está en cada uno de nosotros y que puede observarse localmente sería una consolación para quienes intentaron cambiar las cosas mientras el Estado resistía obstinadamente.

¿De dónde toman, pues, los microhistoriadores sus ideas sobre las relaciones sociales? Además de los clásicos más o menos evidentes, entre ellos Marx, su referente más próximo es el de la antropología.

En el curso de esas interacciones, pues, los agentes emplean los medios de que disponen.

Un ejemplo clásico: La herencia inmaterial, de Giovanni Levi. Como se sabe, aquello que se estudia en este volumen es la actividad pública y privada de un exorcista piamontés del siglo XVII. A través de la vida y de los contemporáneos de Giovan Battista Chiesa, Levi reconstruye la sociedad campesina del Antiguo Régimen haciendo especial hincapié en las características de la comunidad rural. Aunque rinde tributo a los denominados Peasant Studies, centra su estudio en tres cuestiones clave: la racionalidad de las acciones humanas, el mercado y el fenómeno de la reciprocidad, y, finalmente, la definición del poder local, sus estrategias y sus cursos de actividad.

La capacidad de alguien para obligar a hacer a otro lo que no desea deriva evidentemente de la posición que se ocupe en la estructura social; deriva también de los recursos personales y familiares, así como de las dependencias clientelares, que no están necesariamente en conexión con el poder feudal. Lo interesante de este libro no son los referentes en los que se basa, sean o no coherentes, sino que su atractivo radica en cómo un caso particular nos informa de los modos de vida y de relación que los campesinos tenían. ¿Son esos campesinos piamonteses semejantes a los de otras comunidades locales? El principio rector que guía a Levi, y por extensión a Ginzburg, en la respuesta a esta pregunta es el que le proporciona Wittgenstein: como sostuviera Levi en la introducción al número de Quaderni Storici dedicado a los “Villagi”, el parentesco de estos campesinos con otros, distantes geográfica o temporalmente, es aquél que les viene de las semejanzas de familia. Dar con ellas es acercarse cada vez más a comprender de qué modo lo universal se expresa en lo local.

En todo caso, siguiendo a Edoardo Gredi en Paradossi della storia contemporanea, las relaciones de poder podrían ser concebidas como un nexo complejo constituido por sentimientos de identidad colectiva, símbolos de prestigio, alianzas familiares y grupos formales e informales de gestión y control de los recursos de una comunidad. De esta manera, como hemos visto, tal concepción se asemeja más al modelo etnológico característico de la antropología de las sociedades complejas que al concepto literal que empleara Foucault.

En efecto, quizá lo más sobresaliente sea eso precisamente: formular preguntas generales a objetos reducidos y formularlas de tal modo que esos objetos menudos, lejanos y extraños cobren una dimensión universal, sin dejar de ser a la vez irrepetibles y locales. A la postre, lo que importa es que esos autores han convertido en interesante algo que en principio no nos interesaba, algo que parecía totalmente ajeno a nuestros intereses.





El espacio, enemigo número uno

El espacio, enemigo número uno.


Fernand Braudel, “El espacio, enemigo número uno.” En: Fernand Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. (Tomo I) México: Fondo de Cultura Económica, 1987. pp. 538-595.



El Mediterráneo no se ajustaba a la medida del hombre del siglo XVI, que se quejaba de lo demorado de las cartas (rutas, accidentes geográficos, etc.), así como la incertidumbre de su llegada y la incomunicación o falta de oportuna acción que ocasionaba. En el mar, los viajes sufrían de las mismas incertidumbres, a lo que se suma el mal clima. La irregularidad era la regla, y nadie se sorprendía a causa de ello.


Hay datos en el despacho de Felipe II, ya que era costumbre escribir al dorso de la última página (la carpeta) las fechas de envío y de llegada y, no menos preciosas pero más raras, las de la respuesta.

Además de las distancias, había que hacer frente a tarifas que variaban según la mayor o menor brevedad del tiempo requerido de entrega, cobrando en cada posta en la que se detenía, a cerca de unos 10 a 12 kilómetros de distancia una de otra. 

El hombre puede atacar el espacio como mejor le parezca, hacer saltar en pedazos los remos de las galeras reforzadas, reventar los caballos de las postas, o imaginarse, cuando el viento es favorable, que vuela sobre el mar, pero el tiempo le resiste oponiéndole su inercia y vengándose a diario de sus ocasionales éxitos.

Mercancías, barcos y gente viajan tan aprisa, o tan lentamente, en la época de los papas de Avignon, o en Venecia durante la primera mitad del siglo XV, como se viajaba durante el siglo de Luis XIV. No habrá cambio importante alguno hasta los últimos años del siglo XVIII.

Nuestro objetivo es descubrir las dimensiones de ese universo, y de qué modo esas dimensiones han determinado su estructura, tanto política como económica.

Además de las comunicaciones hay otra forma de lentitud: la de las deliberaciones y las decisiones que precedían a la expedición de las órdenes

Foto: BRIDGEMAN / ACI

A sus lentitudes propias, la máquina española asocia las de la navegación a través del Atlántico, el Índico e incluso el Pacífico; está obligada a responder a los requerimientos del primer sistema económico y político que se extiende por todo el mundo conocido.


Toda actividad económica tropieza con la resistencia que ofrece el espacio: éste la constriñe y la obliga a acomodarse. Condenada a la lentitud, a los preparativos interminables y a los estancamientos inevitables, la economía mediterránea sólo se puede considerar adecuadamente desde una perspectiva de las distancias. 


Los centros comerciales son los motores decisivos de la vida económica: quebrantan la hostilidad del espacio, lanzan las grandes corrientes de tráfico, las cuales, moviéndose todo lo aprisa que permite la época, triunfan a cualquier precio sobre las distancias. En este constante diálogo entre las ciudades (o, si se prefiere, centros comerciales) y las ferias, serán aquéllas las que al operar sin interrupción (en Florencia se cotizaban los cambios todos los sábados) se acabarán imponiendo a éstas, que no pasan de ser, a fin de cuentas, sino reuniones excepcionales. Quince días de actividad febril, quizá tres semanas; un mes a lo sumo: eso es lo que supone la celebración de la feria.Mercaderes, mercancías y bestias de carga pasan de una ciudad a la ciudad vecina. Una feria termina y otra comienza.

El Mediterráneo es, en efecto, un conglomerado de zonas económicas semicerradas, mundos pequeños o grandes organizados para sí mismos, con sus innumerables unidades locales de medidas, sus costumbres y sus dialectos.

Hemos mostrado el pro y el contra, los factores que estimulan y a la vez restringen la organización económica de un espacio donde la distancia es un obstáculo. En otras palabras: una división geográfica del trabajo. Y esta división también existe, perfectamente visible, en el Mediterráneo considerado como unidad total.

El capitalismo genovés gana su batalla en el curso de los años decisivos 1575–1579, después de haber soportado con éxito una dramática prueba de fuerza contra Felipe II y sus consejeros. La caída de Amberes (saqueada por los soldados en 1576), las dificultades y los fracasos de las ferias de Medina del Campo, la debilidad creciente de Lyon a partir de 1583, son todos ellos signos que acompañan el triunfo de Génova y el de las ferias de Piacenza. A partir de ese momento, no hay posibilidad de igualdad, ni de equilibrio, entre Venecia y Génova, ni entre Florencia y Génova, y, a fortiori, entre Milán y Génova. Génova derriba todos los obstáculos y subyuga a sus vecinas. Y éstas no podrán tomarse la revancha —si es que de cumplida revancha se puede hablar— hasta el siglo siguiente. 




lunes, 28 de octubre de 2024

El descubrimiento de la adolescencia

Sandra Souto Kustrin, “Juventud, teoría e historia: la formación de un sujeto social y de un objeto de análisis.” En: Historia actual online, (13) (Invierno, 2007): 171- 192.


En el siguiente artículo se presenta la juventud como objeto teórico de estudio de la historia desde diferentes perspectivas, exponiendo las diferentes teorías que intentaban aproximarse al hecho social de la juventud y el tratamiento que ésta recibía por parte de ellas.


La juventud se puede definir como el periodo de la vida de una persona en el que la sociedad deja de verle como un niño pero no le da un estatus y funciones completos de adulto. Como etapa de transición de la dependencia infantil a la autonomía adulta, se define por las consideraciones que la sociedad mantiene sobre ella: qué se le permite hacer, qué se le prohíbe, o a qué se le obliga.


Va a comenzar este artículo analizando el surgimiento de la juventud como grupo social en Europa para, a continuación, realizar una síntesis crítica de las diferentes teorías que han tratado de explicar el papel y carácter de lo que se considera juventud y, finalmente, concluir con unas breves consideraciones sobre el estudio de la problemática juvenil en España.


Las sociedades europeas preindustrializadas no establecían una clara distinción entre la infancia y otras fases de la vida preadulta. Durante el Antiguo Régimen existieron grupos organizados por edad y, en algunos casos, con funciones similares a las de los futuros “movimientos juveniles” (por ejemplo, la manifestación de una cultura propia de la juventud).

El proceso de conformación de la juventud como grupo social definido se inició en Europa entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. El Estado moderno creó toda una serie de instituciones y reglamentaciones que si, por una parte, aumentaron el periodo de dependencia de los jóvenes por consideraciones de edad, por otra, les dieron un perfil característico y facilitaron tanto su organización como su actuación de forma independiente.

Entre los factores que favorecieron el desarrollo de la juventud como un grupo de edad claramente definido destacan la regulación del acceso al mercado laboral y de las condiciones de trabajo de niños y adolescentes; el establecimiento de un periodo de educación obligatoria que se fue ampliando con el paso del tiempo y que se hizo cada vez más importante para asegurar el acceso al trabajo y el mantenimiento del estatus social; la creación de “ejércitos nacionales” a través del servicio militar obligatorio; o la regulación del derecho de voto

La ampliación de la edad de dependencia fue un proceso que tuvo distinto ritmo en las diferentes clases sociales. Se inició entre las clases altas y medias y la idea de adolescencia no se aplicaba por igual a las mujeres y a los jóvenes de clase obrera. La extensión del periodo de dependencia tropezó, a menudo, con la oposición de las mismas familias obreras, que necesitaban los ingresos extra que proporcionaban los niños y los jóvenes, lo que llevó a muchos de éstos a abandonar sus estudios.

El crecimiento del número de aprendices tenía más que ver con la explotación de una mano de obra barata que con las posibilidades formativas, lo que explica que los primeros movimientos de protesta de los jóvenes obreros empezaran precisamente entre los aprendices.

El acceso a las nuevas formas de ocio de finales del s. XIX, estuvo al principio limitado a las clases medias y altas y a los sectores más favorecidos de la clase obrera. Los hijos de las capas más bajas de la sociedad trabajaban más horas y tenían menos dinero para gastar. Esta diferenciación se mantuvo durante bastante tiempo, y seguía existiendo en el periodo de entreguerras, cuando la oferta de ocio creció y se dirigió principalmente hacia los jóvenes.

A lo largo del siglo XIX se fue afirmando también la idea de que la situación de los jóvenes trabajadores en las ciudades podía potenciar la delincuencia juvenil, o, al menos, la indisciplina. Se empezó a desarrollar la idea de que los jóvenes podían –y debían- ser “tratados y curados”, más que castigados, y se crearon sistemas judiciales especiales para los jóvenes delincuentes. Con el fin de crear una “juventud respetable” se formaron organizaciones juveniles patrocinadas por los adultos en distintos países de Europa. Entre las primeras instituciones en crear organizaciones juveniles se encontraron las diferentes confesiones religiosas, especialmente la Iglesia católica, cuyos patronatos juveniles y obras educativas-catequizadoras tienen una larga historia en países como Francia o España.

El proceso de modernización y la conformación de la juventud como grupo de edad definido permitieron el desarrollo de movimientos juveniles independientes. Las primeras organizaciones juveniles obreras surgieron, en gran parte, por el agrupamiento de los propios jóvenes por sus derechos, no por la decisión de sus respectivas organizaciones de adultos. La compleja –y a veces conflictiva- relación entre las organizaciones juveniles y las organizaciones de adultos ha hecho que se distinga entre los movimientos juveniles creados, organizados y dirigidos por los adultos y las organizaciones para gente joven creadas, organizadas y dirigidas por los mismos jóvenes.

La I Guerra Mundial supuso un aumento de la autonomía de los jóvenes para la que en muchos aspectos no hubo vuelta atrás. Tras la Gran Guerra los jóvenes empezaron a ser vistos no sólo como la gente con problemas necesitada de ayuda o protección, sino también como “la fuerza para la renovación y la regeneración” –la que debía iniciar “el proceso de curación y renacimiento físico, mental y ético”, como decía la Ley de Bienestar de la Juventud de la República de Weimar de 1922. 

El desarrollo de las organizaciones juveniles en el periodo de entreguerras –tanto en Europa como fuera de ella- fue también el que permitió que se celebraran dos Congresos Mundiales de la Juventud, el primero en Ginebra en 1936 y el segundo en Nueva York en 1938, patrocinados por la Federación Internacional de Asociaciones pro Sociedad de Naciones

Así, no es extraño que las primeras teorías que intentaban explicar la adolescencia y/o la juventud también surgieran en el primer tercio del siglo XX y, especialmente, durante el periodo de entreguerras y al análisis de las aproximaciones teóricas a la problemática juvenil es a lo que se dedica el siguiente apartado.


Algunos autores consideran la obra Émile de JeanJacques Rousseau, publicada en 1762, como la “responsable” de la definición clásica del carácter especial e independiente de la adolescencia y un primer inventario de sus características “modernas”. Las obras de Sigmund Freud y sus seguidores reforzaron este modelo de un periodo biológico de tensión y desorden emocional, de confusión interna e incertidumbre, e impulsaron la definición del periodo como innatamente difícil y problemático, además de universal, es decir, presente en todas las sociedades humanas.

Ni las teorías marxistas ni las weberianas analizaron el papel de los jóvenes: ocupados con las estructuras macrosociales de clase y estatus, tendieron, en la práctica, a contribuir a una visión homogénea, estática o parcial de la juventud.

Las primeras aproximaciones sociológicas al concepto de juventud se elaboraron en los años veinte del siglo XX. También fue en el periodo de entreguerras cuando se desarrollaron las principales teorías generacionales en que se siguen basando en gran medida los estudios actuales que parten del concepto de generación: la del español José Ortega y Gasset y la del húngaro Karl Mannheim. Ambos destacaron la adolescencia y los primeros años de la vida adulta como claves en la afirmación de la mayoría de los criterios personales y en la adquisición de una identidad propia por parte de las generaciones.

Muchos de los que proponen la utilización de teorías basadas en las generaciones tienden a verlas como un todo homogéneo, o a diferenciar dentro de ellas, como hacía Ortega, a “los individuos selectos y los vulgares”, a la “minoría” de la “masa”, lo que convierte al concepto de generación.

Mannheim distinguió dentro de las generaciones las llamadas “unidades generacionales”, definidas como “aquellos grupos, dentro de cada conexión generacional, que emplean siempre las vivencias que distinguen a las generaciones de un modo definido y diferente del de otro”, a la vez que negó que el factor generacional tuviera un carácter decisivo en la historia y que los movimientos generacionales fueran un fenómeno universal y constante.

Desde el funcionalismo parsoniano y las interpretaciones basadas en éste –dominantes en las ciencias sociales en las décadas centrales del siglo XX - se enfatizaron las funciones positivas de la juventud en la integración social, aún considerando la juventud como un periodo de “considerable tensión e inseguridad”.

La movilización estudiantil se consideraba una fuerza ciega que impulsaba a odiar a los mayores, pero incluso aceptando las teorías freudianas y neofreudianas del complejo de Edipo, éstas presentan dicho complejo como universal, por lo que no valen para explicar porqué en un determinado momento histórico los jóvenes actúan y en otros no. Tampoco explicaban porqué los estudiantes de las familias más acomodadas estaban más dispuestos a actuar que los de clases más bajas y, además, la mayoría de los estudiantes que protestaban mantenían una buena relación con sus familias y sus valores solían coincidir con los de éstas.

Las primeras formulaciones críticas de estas visiones enfatizaban su carácter “clasista”, pero se ha destacado que la psicología de la adolescencia, al igual que el funcionalismo parsoniano, marcó una norma de conducta y apariencia juvenil universal, determinada biológica y psicológicamente, que no era sólo de clase media, si no también blanca, heterosexual y masculina. Los intentos de aplicar su modelo a la clase obrera o a las minorías étnicas llevaron a visiones patológicas de sus culturas en las que se extrapolaba a la juventud de su contexto social y cultural y se la reducía a un sustrato común esencialmente biológico y psicológico.

En los años setenta y ochenta del siglo XX, ante el fracaso de todas estas aproximaciones para explicar la movilización juvenil, se introdujo una perspectiva de clase que destacó los valores compartidos con los adultos.

Aunque la juventud tiene numerosas características en común, las divisiones sociales y geográficas provocan diferencias entre ellos y les ponen en muchos casos en estrecha conexión con la gente mayor. Pero los jóvenes experimentan situaciones similares a las de los adultos de una forma distinta y en un conjunto diferente de instituciones que las de sus padres; y cuando se enfrentan a estas situaciones en las mismas estructuras -por ejemplo, en el mercado laboral - lo hacen en puntos de su vida crucialmente diferentes.

La especificidad de la juventud es una norma construida históricamente, desarrollada socialmente e interiorizada psicológicamente.

El marco para entender la juventud debe incluir, por tanto, la continuidad y el cambio, las relaciones dentro y entre los diferentes grupos de edad, y las divisiones sociales de clase, género, raza y/o etnia, en un proceso en el que los jóvenes se interrelacionan con muchas instituciones -como la escuela, la familia, la Iglesia o el Estado- de una forma común y específica, diferente a la de otros grupos de edad. La juventud deviene, así, un proceso de socialización.

 


sábado, 26 de octubre de 2024

El descubrimiento de la infancia

Philippe Aries, “El descubrimiento de la infancia.” En: Philippe Aries, El niño y la vida familiar en el antiguo régimen. Taurus, 1992. pp. 57-76. 


En el siglo XI los niños eran representados en pintura como hombres más pequeños. Ello sugiere que la infancia no tenía interés ni realidad alguna. 

Ya en el siglo XIII se ven representaciones más cercanas al sentimiento moderno, como ángeles adolescentes, el niño Jesús o la Virgen Niña. En el siglo XIV el arte italiano vinculará afectivamente al niño Jesús con su madre y ya no aparecer como solo un pequeño sacerdote - Dios. Hacia finales de la Edad Media el niño se desviste.

En el arte medieval, el alma estará representada por un niñito desnudo y generalmente asexuado.

Hacia el siglo XV estas representaciones evolucionarán con aspectos sensibles y graciosos propios de la infancia: juego, buscar a la madre, etc. Tardará en reflejarse en arte fuera de lo religioso. Se multiplica luego, no solo las escenas sino los personajes: hasta Juan el Evangelista y Santiago el Mayor de niños.

Los niños aparecen entonces en escenas de la vida de adultos (trabajo, comida, etc.), y su presencia era agradable y bienvenida. Hoy tendemos a separar ambos mundos.

La infancia era un momento, un pasaje, como las estaciones. No hacía falta grabarlo en la memoria o en objetos. Además, por la alta mortalidad, se engendraban muchos para conservar algunos.

Más bien resulta notable el cambio de significado de la infancia en momentos en que aún la demografía era desfavorable a los niños, que se deseara conservar el recuerdo de un niño muerto (retrato) cuando había despilfarro demográfico, el cual no desaparecerá sino hasta el siglo XVIII con el maltusianismo y las prácticas anticonceptivas.

Durante el siglo XVI hubo tradición de donar vidrieras a Iglesias, representando a su familia, incluyendo a los hijos muertos.

Manneken Pis, 1619 bronze

Los retratos de niños aislados de sus padres son escasos hasta comienzos del siglo XVII. Se empieza a conservar el fugaz momento de la infancia. También comienzan a representarse niños o sus partes corporales en exvotos.

Aunque las condiciones demográficas no hubieran cambiado mucho entre el siglo XIII y el siglo XVII, aparece una nueva sensibilidad que otorga a esos seres frágiles y amenazados: se descubre que el alma del niño es también inmortal, lo que sucede en el marco de una mayor cristianización de las costumbres.

Otra de las representaciones en la Edad Media es el putto (el niño desnudo), el Eros helenista recuperado.

El ángel-monaguillo medieval se transforma en putto. Al igual que el niño medieval, el niño sagrado (putto) no fue en los siglos XV y XVI un niño real, histórico. Frecuentemente se representan en sus juegos. Normalmente se cubría su desnudez en las partes genitales con elementos como nubes, telas, etc., aunque hay representaciones totalmente desnudos.

Hacia el siglo XVII los retratos de familia comienzan a organizarse alrededor del niño, como centro de la composición.

Incluso en literatura se empiezan a usar palabras de la niñez, realmente de la jerga de las nodrizas, como toutou (perro) o dada (caballito).

Es el origen del descubrimiento de la niñez, de sus modales y de sus balbuceos.