El espacio, enemigo número uno.
Fernand Braudel, “El espacio, enemigo número uno.” En: Fernand Braudel, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. (Tomo I) México: Fondo de Cultura Económica, 1987. pp. 538-595.
El Mediterráneo no se ajustaba a la medida del hombre del siglo XVI, que se quejaba de lo demorado de las cartas (rutas, accidentes geográficos, etc.), así como la incertidumbre de su llegada y la incomunicación o falta de oportuna acción que ocasionaba. En el mar, los viajes sufrían de las mismas incertidumbres, a lo que se suma el mal clima. La irregularidad era la regla, y nadie se sorprendía a causa de ello.
Hay datos en el despacho de Felipe II, ya que era costumbre escribir al dorso de la última página (la carpeta) las fechas de envío y de llegada y, no menos preciosas pero más raras, las de la respuesta.
Además de las distancias, había que hacer frente a tarifas que variaban según la mayor o menor brevedad del tiempo requerido de entrega, cobrando en cada posta en la que se detenía, a cerca de unos 10 a 12 kilómetros de distancia una de otra.
El hombre puede atacar el espacio como mejor le parezca, hacer saltar en pedazos los remos de las galeras reforzadas, reventar los caballos de las postas, o imaginarse, cuando el viento es favorable, que vuela sobre el mar, pero el tiempo le resiste oponiéndole su inercia y vengándose a diario de sus ocasionales éxitos.
Mercancías, barcos y gente viajan tan aprisa, o tan lentamente, en la época de los papas de Avignon, o en Venecia durante la primera mitad del siglo XV, como se viajaba durante el siglo de Luis XIV. No habrá cambio importante alguno hasta los últimos años del siglo XVIII.
Nuestro objetivo es descubrir las dimensiones de ese universo, y de qué modo esas dimensiones han determinado su estructura, tanto política como económica.
Además de las comunicaciones hay otra forma de lentitud: la de las deliberaciones y las decisiones que precedían a la expedición de las órdenes
Foto: BRIDGEMAN / ACI |
A sus lentitudes propias, la máquina española asocia las de la navegación a través del Atlántico, el Índico e incluso el Pacífico; está obligada a responder a los requerimientos del primer sistema económico y político que se extiende por todo el mundo conocido.
Toda actividad económica tropieza con la resistencia que ofrece el espacio: éste la constriñe y la obliga a acomodarse. Condenada a la lentitud, a los preparativos interminables y a los estancamientos inevitables, la economía mediterránea sólo se puede considerar adecuadamente desde una perspectiva de las distancias.
Los centros comerciales son los motores decisivos de la vida económica: quebrantan la hostilidad del espacio, lanzan las grandes corrientes de tráfico, las cuales, moviéndose todo lo aprisa que permite la época, triunfan a cualquier precio sobre las distancias. En este constante diálogo entre las ciudades (o, si se prefiere, centros comerciales) y las ferias, serán aquéllas las que al operar sin interrupción (en Florencia se cotizaban los cambios todos los sábados) se acabarán imponiendo a éstas, que no pasan de ser, a fin de cuentas, sino reuniones excepcionales. Quince días de actividad febril, quizá tres semanas; un mes a lo sumo: eso es lo que supone la celebración de la feria.Mercaderes, mercancías y bestias de carga pasan de una ciudad a la ciudad vecina. Una feria termina y otra comienza.
El Mediterráneo es, en efecto, un conglomerado de zonas económicas semicerradas, mundos pequeños o grandes organizados para sí mismos, con sus innumerables unidades locales de medidas, sus costumbres y sus dialectos.
Hemos mostrado el pro y el contra, los factores que estimulan y a la vez restringen la organización económica de un espacio donde la distancia es un obstáculo. En otras palabras: una división geográfica del trabajo. Y esta división también existe, perfectamente visible, en el Mediterráneo considerado como unidad total.
El capitalismo genovés gana su batalla en el curso de los años decisivos 1575–1579, después de haber soportado con éxito una dramática prueba de fuerza contra Felipe II y sus consejeros. La caída de Amberes (saqueada por los soldados en 1576), las dificultades y los fracasos de las ferias de Medina del Campo, la debilidad creciente de Lyon a partir de 1583, son todos ellos signos que acompañan el triunfo de Génova y el de las ferias de Piacenza. A partir de ese momento, no hay posibilidad de igualdad, ni de equilibrio, entre Venecia y Génova, ni entre Florencia y Génova, y, a fortiori, entre Milán y Génova. Génova derriba todos los obstáculos y subyuga a sus vecinas. Y éstas no podrán tomarse la revancha —si es que de cumplida revancha se puede hablar— hasta el siglo siguiente.