¿Qué es lo local?
En este texto nos proponemos reflexionar sobre el concepto y la práctica de historia local, abordando en particular algunas de las implicaciones que se derivan de su uso, para satisfacer de verdad un requisito deontológico: ser conscientes de los conceptos que utilizamos. Tratamos de evitar una racionalidad retrospectiva que violente a nuestros antepasados indefensos.
La escritura histórica también está “en su lugar”, en el lugar del pasado mismo y que es ontológicamente irrestituible.
En los términos del diccionario, porque, por local los académicos entienden lo perteneciente al lugar, lo propio y lo cercano, lo relativo a un territorio.
Cuando hablamos de nuestro entorno más cercano nos hallamos ante un primer elemento de discusión. No hay nada en esas palabras que imponga en principio el sentido de límite. ¿A quién se refiere el término “nuestro”? Es decir, el observador delimita ese entorno a partir de una colectividad con la que se identificaría, pero que es variable puesto que las pertenencias no son naturales ni inmediatamente evidentes.
De este modo, en principio, entorno designa una apropiación individual de lo que es exterior, pero que sea individual no excluye por supuesto que esa apropiación se produzca a través de recursos o prótesis que son colectivos. Es decir, las percepciones del mundo son individuales pero están fundadas en restricciones colectivas.
Para evitar el problema principal que la noción de entorno entraña —que el espacio dependa de una percepción psicológica— podríamos acogernos a otra solución, la de definirlo a partir de unas fronteras visibles y universales.
¿Hay otras fronteras, no propiamente físicas ni psicológicas, que nos permitan delimitar el espacio local? Aquí tropezamos otra vez con una barrera infranqueable: cuando aludimos a fronteras administrativas, lo local varía en función de si lo atribuimos al municipio, a la provincia o a la región. En este caso, puesto que no hay una sola, ni siquiera la barrera administrativa es un criterio universal que permita designar de común acuerdo. Por eso mismo, los historiadores podemos estar tentados de imponer categorías espaciales contemporáneas a nuestros antepasados indefensos.
Por tanto, lo local es una categoría flexible que puede hacer referencia a un barrio, una ciudad, una comunidad, una comarca, etcétera, categoría en la que lo importante —al menos para nosotros— es la conciencia de su artificialidad.
Relación historia y microhistoria
Entre los historiadores profesionales existe una relación ambivalente con las investigaciones de historia local. Esto es así porque, por un lado, nos remontarían a la prehistoria del propio oficio, aquel momento en el que su cultivo reflejaba un excesivo apego por la anécdota, por lo pintoresco, por lo periférico o por lo erudito. Justamente por eso, tales cautelas nos advierten del error en que podríamos incurrir, el del localismo. Ahora bien, hacer depender la historia local de la historia general como si aquélla fuera, en efecto, un reflejo de ésta no es un error menos grave que el anterior. El primer peligro es subrayado habitualmente, pero el segundo suele pasar inadvertido.
El localismo convierte los objetos en incomparables y los hace exclusivamente interesantes para los nativos. Frente a esto, deberíamos concebir la historia local como aquella investigación que interesara a quien, de entrada, no siente atracción ni interés algunos por el espacio local que delimita el objeto. Esta es, por otra parte, una lección que hemos aprendido de los antropólogos, puesto que ellos han debido tomar consciencia de que el objeto reducido que tratan debe ser estudiado de tal modo que pueda ser entendido por (y comparado con) otros.
Tal vez, una manera adecuada de entender y de intentar conjurar los riesgos que podemos correr en la historia local sea la de plantearnoslos como análogos a los de la biografía.
¿Acaso es igualmente significativo lo que ocurrió en una gran ciudad que lo que sucedió en una pequeña comunidad? ¿Acaso tuvieron los mismos efectos culturales y religiosos las ideas de Lutero que las de Menocchio? En ese sentido, la pregunta por la representatividad es la pregunta por los efectos, es decir, la demanda sobre las dimensiones colectivas de los procesos y de los acontecimientos.
Ojalá que las historias locales pudieran concebirse de tal modo, de suerte que lo particular interesara a quien no tiene interés alguno, al menos de entrada, por la historia que se le cuenta. Ojalá que las historias locales pudieran tratar los hechos irrepetibles como condensación de las acciones humanas y de su significado.
Es ya clásico vincularla con la metáfora del microscopio, en la medida en que la lente permite agrandar realidades que de otro modo son invisibles o pasan inadvertidas y así su observación se hace más densa. Planteado en esos términos, si el microscopio es la metáfora de un procedimiento histórico, no parece en principio que sea discutible el procedimiento en sí. Es decir, al igual que los científicos obtienen resultados utilizando esa herramienta en un laboratorio, también los microhistoriadores podrían obtenerlos. Sin embargo, la analogía tiene sus límites. Ante todo, porque nosotros no realizamos experimentos ni tenemos laboratorio, pero además porque los microhistoriadores emplean esa herramienta de modo diverso.
Hace unos años pudimos constatar que había al menos dos modos distintos de entender la microhistoria. Uno de ellos, el más temprano en cuanto a su formulación, era el que representaba Edoardo Grendi; otro, el que se encarnaba sobre todo en la obra de Carlo Ginzburg. El primero tenía por objeto el análisis de las relaciones sociales en agregados de reducidas dimensiones; el segundo se proponía el estudio de las formas culturales y su condensación en sujetos o grupos. Grendi subrayaba la importancia del contexto, en este caso a la manera de Edward Palmer Thompson, es decir, como las coordenadas espacio-temporales que delimitan un hecho y que lo convierten en eslabón de una cadena de significados, un contexto cuyos límites son los de esos agregados de reducidas dimensiones. A lo sumo, pues, podríamos hablar de distintas prácticas microhistóricas.
Si antes decíamos que una de las metáforas habituales asociadas a esta corriente es la del microscopio, otra no menos frecuente es la de la escala.
Desde nuestro punto de vista, el discurso histórico está constituido por una representación, es decir, es una construcción verbal en prosa que representa algo que existió, algo desaparecido de lo que sólo quedan vestigios indirectos en las fuentes conservadas.
Ampliemos las consecuencias de la metáfora y apliquémosla al objeto que nos ocupa. En ese caso, si nos tomamos en serio lo anterior, si nos tomamos en serio aquello que no sabemos, deberemos sostener que nuestra tarea se enfrenta a límites semejantes a los del biógrafo o a los del marinero: no hay arte de pesca que arrastre todo y, más aún, allá en donde cae la red no se captura todo lo que existe.
Después de controversias historiográficas inagotables, hemos llegado a la convicción simple pero firme de que aquello que los historiadores estudian es lo concreto a partir de lo empíricamente constatable: o, mejor, aquello que hacen es dotar de sentido a hechos del pasado a partir de las informaciones que consiguen reunir.
Desde esta perspectiva, la historia local es un ámbito óptimo para proponer explicaciones cabales de la acción humana. ¿Por qué razón? Porque todo enunciado deberá remitir a los microfundamentos de una acción real, emprendida por sujetos reales y no por las hipóstasis abstractas que constituyen los tipos medios de lo estadísticamente dominante.
Aunque la parte del océano que tratemos sea diversa, mayor o menor, todos estudiamos finalmente la misma realidad. Es decir, todos nos hacemos las mismas preguntas aunque lancemos redes diferentes para capturar su contenido.
Tal vez esta idea nos da una descripción del trabajo histórico que no es muy fiel, porque el historiador no captura, sino que representa
Relaciones de poder
Aunque Foucault parte de una noción de poder asociada a la dominación, lo sustantivo es la corrección que hace a su acepción represiva. Para los historiadores, lo atractivo de esa reformulación era que con ella el poder dejaba de ser sólo una cuestión de aparatos de Estado, de instituciones formales y, por tanto, incorporaba otras informales en las que, más alla de lo político, había algún ejercicio de dominación.
A la postre, añadiría Foucault, planteada en términos de relación, la cuestión del poder supone un combate permanente, una guerra de posiciones y de movimientos diseminados en ese espacio social. De ahí precisamente que la metáfora reticular o molecular se ajuste bien a la microfísica del poder de la que hablaba este autor.
Desde esta perspectiva, las relaciones de poder pueden ser estudiadas en espacios diferentes (un gobierno, una empresa, una familia, etcétera) y siempre localmente. Ahora bien, a esta descripción foucaultiana se le ha reprochado el riesgo del relativismo.
Decir que el poder no es sólo político, que está en cada uno de nosotros y que puede observarse localmente sería una consolación para quienes intentaron cambiar las cosas mientras el Estado resistía obstinadamente.
¿De dónde toman, pues, los microhistoriadores sus ideas sobre las relaciones sociales? Además de los clásicos más o menos evidentes, entre ellos Marx, su referente más próximo es el de la antropología.
En el curso de esas interacciones, pues, los agentes emplean los medios de que disponen.
Un ejemplo clásico: La herencia inmaterial, de Giovanni Levi. Como se sabe, aquello que se estudia en este volumen es la actividad pública y privada de un exorcista piamontés del siglo XVII. A través de la vida y de los contemporáneos de Giovan Battista Chiesa, Levi reconstruye la sociedad campesina del Antiguo Régimen haciendo especial hincapié en las características de la comunidad rural. Aunque rinde tributo a los denominados Peasant Studies, centra su estudio en tres cuestiones clave: la racionalidad de las acciones humanas, el mercado y el fenómeno de la reciprocidad, y, finalmente, la definición del poder local, sus estrategias y sus cursos de actividad.
La capacidad de alguien para obligar a hacer a otro lo que no desea deriva evidentemente de la posición que se ocupe en la estructura social; deriva también de los recursos personales y familiares, así como de las dependencias clientelares, que no están necesariamente en conexión con el poder feudal. Lo interesante de este libro no son los referentes en los que se basa, sean o no coherentes, sino que su atractivo radica en cómo un caso particular nos informa de los modos de vida y de relación que los campesinos tenían. ¿Son esos campesinos piamonteses semejantes a los de otras comunidades locales? El principio rector que guía a Levi, y por extensión a Ginzburg, en la respuesta a esta pregunta es el que le proporciona Wittgenstein: como sostuviera Levi en la introducción al número de Quaderni Storici dedicado a los “Villagi”, el parentesco de estos campesinos con otros, distantes geográfica o temporalmente, es aquél que les viene de las semejanzas de familia. Dar con ellas es acercarse cada vez más a comprender de qué modo lo universal se expresa en lo local.
En todo caso, siguiendo a Edoardo Gredi en Paradossi della storia contemporanea, las relaciones de poder podrían ser concebidas como un nexo complejo constituido por sentimientos de identidad colectiva, símbolos de prestigio, alianzas familiares y grupos formales e informales de gestión y control de los recursos de una comunidad. De esta manera, como hemos visto, tal concepción se asemeja más al modelo etnológico característico de la antropología de las sociedades complejas que al concepto literal que empleara Foucault.
En efecto, quizá lo más sobresaliente sea eso precisamente: formular preguntas generales a objetos reducidos y formularlas de tal modo que esos objetos menudos, lejanos y extraños cobren una dimensión universal, sin dejar de ser a la vez irrepetibles y locales. A la postre, lo que importa es que esos autores han convertido en interesante algo que en principio no nos interesaba, algo que parecía totalmente ajeno a nuestros intereses.