lunes, 4 de noviembre de 2024

Historia transnacional

Carmen de la Guardia y Juan Pan-Montojo, “Reflexiones sobre una historia transnacional.” En: Stvdia histórica. Historia contemporánea. 16 (1998): 9-31.


Frente a la exclusiva y excluyente práctica historiográfica como práctica nacional e incluso nacionalista, surge recientemente la posibilidad de una historia transnacional que, sin renunciar a ciertas "maneras" clásicas de historiar, permita una reflexión menos "casticista" y de más altos vuelos. En este artículo y tras abordar la íntima relación entre la historiografía y el proceso de construcción de las naciones por un lado, y los últimos debates sobre el papel y el contenido de la historia en los sistemas educativos por otro, se profundiza sobre la naturaleza, el carácter, la metodología y los contenidos de una historia transnacional.


Explicar los precedentes cercanos y remotos de los pueblos, las trayectorias y la forja de las naciones, de las pensadas desde y a favor del Estado y de las pensadas contra y a pesar del Estado, fue una de las tareas centrales —si no la central— de los historiadores que pusieron las bases de la historiografía.


Crisis: el historiador, un experto en periodizaciones, no suele cuestionar los límites de la sociedad, convirtiéndola en sinónimo del conjunto de gentes que viven en un espacio delimitado por fronteras políticas. Compartíamos, también, la conciencia de que en nuestros días las identidades nacionales y las identidades culturales se han vuelto más problemáticas y conflictivas por razones diversas, que van desde la ampliación y densificación del mercado de productos culturales hasta la derrota intelectual —que no social o política— de la concepción primordialista de la nación, pasando por la quiebra o transformación de muchas de las instituciones sociales de la modernidad.


Inventadas, constmidas, imaginadas, las naciones han dejado de ser, para la mayoría de los historiadores occidentales, realidades primordiales. Los nacionalismos estatales construyeron artefactos culturales, naciones, imaginadas como soberanas y territorialmente limitadas, donde sus habitantes lograran tener un sentido de pertenencia frente al mundo exterior. Si el nacionalismo fue necesario para legitimar el fruto de las revoluciones liberales, la historia, la literatura, la geografía y el folklore, fueron algunos de sus instrumentos para crear identidades colectivas que reforzaran los nuevos vínculos sociales. Fue durante las primeras décadas del siglo XIX, cuando los distintos estados nacionales potenciaron sus políticas encaminadas a reforzar los ahora saberes nacionales. La geografía, la filología, la literatura y la historia se revistieron de solemnidad e importancia. En sociedades de EEUU, Reino Unido, Francia, Alemania y España, sociedades acometieron la elaboración de inmensas historias nacionales. Este proceso de elaboración de historias nacionales fue acompañado de un periodo de búsqueda y edición de aquellos documentos que justificaban la antigüedad y grandeza de los distintos estados nacionales. La importancia que había adquirido el saber histórico como creador de un pasado nacional, así como el acercamiento del historiador a las fuentes escritas, produjo una alteración en la concepción y en la práctica de la historia. La historia dejó de ser un saber erudito transformándose en una disciplina que, además, se consideraba a sí misma como una ciencia. La historia en Alemania era considerada como una disciplina científica. La utilización de un método crítico para analizar los documentos históricos y su devoción por capturar con precisión los hechos del pasado, aproximaron el oficio del historiador al de cualquier otro científico decimonónico.

Sólo a través de la historia se podía descubrir el sentido último de la sociedad, y más específicamente de cada sociedad nacional. Los problemas que los historiadores se plantearon, los métodos que utilizaron y la fuerte orientación política, desde luego nacionalista, de sus escritos, estaban sustentados en esa fe en la historia

La historia se había convertido en disciplina científica pero utilizaba su recién ganada objetividad para legitimar "la verdad" de la grandeza de los estados-nación.

Pero no todos los historiadores decimonónicos compartían las premisas en que se fundaba la historiografía como profesión. La crítica al método crítico rankeano se inició en fechas tempranas. En Alemania, en 1872, Jacob Burckhardt rechazó suceder a Ranke en su cátedra, por su forma distinta de entender la práctica histórica.  Burckhardt concebía la historia como el campo de interacción del Estado, la religión y la cultura. Se inició, así, un proceso de rechazo de las concepciones historicistas y de búsqueda de una ciencia social histórica, que estuviera relacionada con las estructuras y las fuerzas sociales y alejada del acontecimiento y de la narración, que tanto había ensalzado la historiografía decimonónica. Las "nuevas historias" acabaron imponiéndose como nueva ortodoxia historiográfica tras la Segunda Guerra Mundial.

Para muchos historiadores, la historia sólo podría tener un carácter científico a través de la formulación de relaciones generalizadas que pudieran ser expresadas en términos numéricos: la historia serial o la cliometría fueron los productos más acabados de esta opción. Para otros, por el contrario, la historia implicaba factores culturales específicos que imponían límites a las generalizaciones. A pesar de tener una concepción distinta sobre el significado de la historia como ciencia social, los simpatizantes de Annales, los marxistas y los historiadores sociales alemanes y norteamericanos, vinculados implícita o explícitamente a diferentes versiones de la teoría de la modernización, compartían muchas cosas. Pero la historia nacional y nacionalizadora siguió dominando los libros de texto, la divulgación histórica e incluso parcelas no desdeñables del poder académico.

La crisis de la historia, la extensión entre los historiadores de las dudas respecto a su práctica y al lugar de la disciplina en la jerarquía de saberes, así como la ausencia en el horizonte de cualquier paradigma dominante, no han estado exentas de consecuencias sobre la posición social de la historia, muy vinculada a la suerte de la disciplina escolar de historia.


El fin de la historia: Hacia finales de los 70 en varios países la historia se refuerza en el currículo de la educación masiva. Y es que efectivamente, la historia como creadora de valores nacionales o patrióticos constituye una constante en unos debates que por sus coincidencias cronológicas y morfológicas ponen de manifiesto la existencia de un nexo común, más allá de las evidentes distancias que separan las reflexiones sobre la educación en países en las que ha imperado tradicionalmente la descentralización y los programas abiertos y en países dominados por el modelo francés. Los contenidos sugeridos en la mayoría de las propuestas de reformulación de los programas no chocan a priori con las visiones de la izquierda socialdemócrata y más en general con la cultura política de izquierdas.

La comprensión de las razones de la expresión de este giro nacionalizador nos obliga a considerar varias dimensiones. Por una parte hay que recordar que tal giro se interpreta en cierta medida como un regreso. El intento de recrear una disciplina autónoma que no se diluya entre las otras ciencias sociales. Volver a los relatos nacionales, a las cronologías largas, a la personalización de los procesos históricos y a la autonomía de la historia como disciplina, constituyeron los denominadores comunes de la reacción en los ochenta y lo siguen siendo en nuestros días. Adicionalmente, la historiografía vive, como muchas otras disciplinas, una crisis de identidad derivada de su propia fragmentación y de la ausencia de consenso sobre cuál es el núcleo central de su investigación y qué fronteras la separan de otras materias.

El relativismo epistemológico ha hecho en cualquier caso alguna mella sobre el discurso historiográfico (el propio término "discurso" lo atestigua), otorgando nueva importancia a la "cultura" (a su vez convertida en un concepto polémico), disolviendo muchos de los determinantes estructurales y obligando a repensar continuamente la noción de "realidad histórica" (incluyendo en ella, desde luego, la "realidad nacional").


La historia transnacional: En este contexto y en los últimos años se ha producido una aparente paradoja: la eclosión de artículos en publicaciones especializadas que defienden la necesidad de elaborar una historia transnacional.  La transnacionalización se opone a las pretensiones de quienes quieren que la historia siga siendo el instrumento de construcción oficial y legítimo de identidades, sean éstas las que proponen los nacionalismos estatales, o sean las que les quieren oponer los nacionalismos subestatales, las minorías culturales y religiosas, o cualquier otro de los grupos sociales que aspiran a fundar, reforzar o politizar comunidades imaginadas alternativas a las existentes.


Que en ese contexto algunos historiadores se dediquen a hablar de lo transfronterizo o lo transnacional es sin duda una prueba clara de que, como señalaban Febvre y Bloch, el conocimiento historiográfico es en sí histórico, es decir, derivado de las preocupaciones inmediatas de sus autores. Y esas preocupaciones apuntan hacia la superación del proyecto moderno de historia como metarrelato nacional del progreso. 

La transnacionalidad equivale en historia a ajustar el ámbito socioespacial a las cuestiones tratadas; un propósito que con frecuencia supone más bien determinar líneas de corte sugerentes, capaces de abrir nuevas vías de análisis, por cuanto que la mayoría de las redes y relaciones se caracterizan por su continuidad.  

Al margen de su dualidad, Annales o la mejor tradición historiográfica marxista británica o la historia social de Bielefeld o la historia social y económica norteamericana, tendieron y tienden a construir su repertorio de problemas desde perspectivas atrapadas por sus contextos nacionales inmediatos.

Queremos pensar que las diversas formas de entender la historia, pueden encontrar en esa dirección muchos campos de encuentro aunque desde luego no exentos de problemas. El primero es el riesgo del elitismo, de que se reproduzca en el terreno de la historiografía la fractura ya existente en otras disciplinas entre, por una parte, los que tienen proyección internacional, los que publican en revistas de difusión mundial —o lo que es casi lo mismo, en inglés— y los que tratan no problemas universales, sino problemas que están en la agenda de la comunidad cosmopolita y, por otra parte, los historiadores que no llegan a ese ámbito, porque o bien carecen de las credenciales, las habilidades lingüísticas y el capital social para hacerlo, o bien eligen temas de relevancia inicialmente local.

El riesgo cierto del elitismo intelectual nos devuelve a su vez a un segundo problema. Si la historia nacional goza de relativa buena salud (como ponen de manifiesto las cifras de ventas de los libros dedicados a la historia nacional propia en cada país) es porque cumple una función importante en la creación de memoria colectiva. 

Está, en tercer lugar, la cuestión central en todos los debates recientes: la escuela. ¿Hay que enseñar historia a los niños? Si se defiende que pensar históricamente aumenta el bagaje intelectual —sea eso lo que sea— de los futuros ciudadanos, la respuesta debería ser afirmativa, pero entonces... ¿Qué historia? Resulta más dudoso que la mayoría de los ciudadanos piensen que la historia puede tener otra utilidad posible que la de recordarnos las gestas e infortunios de nuestros antepasados biológicos o culturales. 

Probablemente la sed de contar con una historia de cada "nosotros", sean éstos nacionales o no, nunca desaparecerá, porque nunca lo van a hacer las identidades colectivas ni su deseo de imaginarse hacia atrás en el tiempo ni de delimitarse en el espacio. 

La nación, la escuela, la naturaleza de la historiografía, los proyectos políticos y personales de los historiadores, las demandas de los mercados, las necesidades de los políticos y las opciones personales se entremezclan en una discusión entre salidas teóricas, que a veces no satisfacen necesidades prácticas, y prácticas que no satisfacen los proyectos teóricos.