Carlos García Vázquez. “La megalópolis de los sociólogos: Herbert Gans, Jane Jacobs, Henri Lefebvre.” En: Teorías e historia de la ciudad contemporánea. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2016. pp. 81-95.
LA MEGALÓPOLIS DE LOS SOCIÓLOGOS: HERBERT GANS, JANE JACOBS, HENRI LEFEBVRE
Tras la II Guerra Mundial las dos fuentes que alimentaban la “ecología urbana”, los community studies y la geografía, volvieron a separarse. Los protagonistas de los primeros eran ahora los héroes de la galería existencialista —obreros, inmigrantes, marginados, etc.—, personajes típicamente románticos que tan solo hubieron de ser ajustados a las nuevas circunstancias. Así, el estudio de la pobreza y la discriminación subsistió, si bien los actores eran otros, ya que la clase media blanca había suplantado a la burguesía como agente propulsor de la segregación espacial. En cuanto a la geografía urbana, en la década de 1960 emprendió una singladura a la que acabaría sumándose la sociología.
En lo que se refiere a la escuela alemana de ideología marxista, su interés por la modernidad fue fulminado por el recelo posbélico hacia todo lo que tenía que ver con la racionalización. El contrapunto al neopositivismo anglosajón se desplazó de Alemania a Francia, pero siguió en manos del marxismo. O, para ser más exactos, del neomarxismo, una corriente revisionista que sometió la ortodoxia socialista a los dictados del existencialismo.
La expansión de los community studies: barriadas obreras, guetos, suburbia y centro histórico
El apelo realizado por Robert Park para que los community studies se implicasen en el estudio de las sociedades urbanas volvió a reverberar en la década de 1960, alentado por un nuevo fenómeno: la explosión demográfica de las megalópolis del Tercer Mundo. Especialmente llamativo era el caso del África colonial subsahariana: Abiyán, capital de Costa de Marfil, había pasado de los 200.000 habitantes de 1960 al millón de 1975, y Lagos, en Nigeria, de 350.000 a un millón.
Claude Lévi-Strauss lo recordaba en Tristes trópicos: las metodologías y categorías de análisis que la antropología social aplicaba a las sociedades tradicionales no eran trasladables a la ciudad. La Escuela de Manchester superó esta dificultad con el o “análisis situacional”: estudiar no la sociedad urbana en su conjunto, sino los sistemas que la componían, que eran relativamente autónomos.
Del análisis situacional derivó el network analysis. En Roles: An Introduction to the Study of Social Relations, 14 Michael Banton desarrolló la “teoría de los roles”, según la cual toda sociedad era definible por un sistema de derechos y deberes sustentado sobre tres componentes: los roles asumidos por sus miembros (parentales, sexuales, religiosos, económicos, etc.), las reglas que los regían y sus interrelaciones.
Respecto a los contenidos, los community studies siguieron centrando su atención sobre segmentos sociales relativamente coherentes y sencillos: los barrios obreros, los asentamientos étnicos y, por último, los suburbios de clase media y los centros históricos, las dos novedades de la etapa megalopolitana.
El estudio de los asentamientos étnicos abrió la puerta de los community studies a la antropología urbana, una vía ya inaugurada por la Escuela de Chicago con su “antropología del gueto”. Las revueltas que estallaron en Estados Unidos en la década de 1960 —como la del distrito angelino de Watts (1965) o la de Detroit (1967)— dirigieron la mirada hacia un colectivo al que no se había prestado especial atención: los afroamericanos.México df ciudad ciudad vista aérea desde avión
En 1965 el sociólogo y político demócrata Daniel P. Moyniham escribió The Negro Family, un informe donde planteaba una espinosa pregunta: ¿por qué en las décadas previas, a pesar del reconocimiento de sus derechos civiles, la situación socioeconómica de la población negra había empeorado? Según Moyniham la clave estaba en la desintegración de las estructuras familiares: divorcios, hijos ilegítimos, madres solteras, etc., que se traducían en fracaso escolar, desempleo, cultura del subsidio y criminalidad.
Oscar Lewis, estudió los barrios puertorriqueños de Nueva York y constató todo lo contrario que Moyniham: la existencia de sólidas estructuras familiares que garantizaban una gran estabilidad vital.
William H. Whyte, autor de El hombre organización encontró que paradójicamente, la igualitaria megalópolis podía llegar a ser más segregacionista que la clasista metrópolis, dada la capacidad del modelo suburbano para alejar espacialmente a las distintas comunidades étnicas y sociales.
Para constatar la veracidad de este diagnóstico, el sociólogo Herbert Gans se fue a vivir al suburbio por excelencia de la clase media estadounidense: Levittown. En 1967 escribió The Levittowners, libro en el que, paradójicamente, desmentía a Whyte. Según Gans, a igual edad y clase social, las formas de vida urbana y suburbana no eran tan diferentes. Los levittowners, en su inmensa mayoría matrimonios jóvenes de clase media y raza blanca, no eran ni especialmente apáticos ni especialmente adocenados ni especialmente individualistas. Más bien al contrario, mostraban una auténtica pasión por las actividades comunitarias. A esa misma conclusión había llegado, pocos años antes, el urbanista Melvin Webber. En el polémico artículo “The Urban Place and the Nonplace Urban Realm”, declaró que suburbia no era ni mejor ni peor que la ciudad compacta, tan solo diferente. Webber relacionaba sus problemas de segregación y desarticulación con la difusión de tecnologías como la televisión, que estaban socavando el espíritu comunitario que tradicionalmente había garantizado la cercanía espacial.
Gans achacaba el error de Whyte al determinismo físico heredado del Social Survey Movement, a creer que la forma urbana implicaba una determinada manera de vivir.
En 1961 Jane Jacobs escribió Muerte y vida de las grandes ciudades. Según ella la vitalidad de Greenwich Village se debía a su elevada densidad (consideraba que lo deseable era de 500 a 750 habitantes/hectárea), a su multiplicidad de usos, que hacía que la gente estuviera en un mismo sitio a distintas horas y por distintas razones, a su diversidad, a la convivencia de bloques y casas de distintas épocas, etc.; en definitiva, a que era un trozo de ciudad tradicional.
El sociólogo Richard Sennett coincidía con ella en dos aspectos: que el urbanismo iluminista, con su obsesión por la zonificación, desactivaba la diversidad y la creatividad, y que la dispersa y uniforme suburbia era excluyente, mientras que los núcleos densos y complejos socializaban.
La sociología urbana fue presa del arrebato neopositivista. En este caso, el abandono de la ética y lo cualitativo se tradujo en el desplazamiento del foco de interés de los contenidos a las metodologías de análisis.
La revisión neomarxista: denuncia del urbanismo socialdemócrata y reclamo del “derecho a la ciudad”
La alternativa a la sociología y la geografía urbanas anglosajonas se fraguó al amparo del neomarxismo, que recondujo los presupuestos del marxismo ortodoxo hacia los intereses del existencialismo.
Tras la II Guerra Mundial, la Escuela de Fráncfort descubrió la operatividad del proyecto de Walter Benjamin (diluyó la esencia racionalista del marxismo decimonónico con técnicas psicoanalíticas) y comenzó a difundirlo por las ciencias sociales. Entre los que lo adoptaron destacó la Internacional Situacionista, fundada en 1957 por un grupo de intelectuales franceses dispuestos a explotar el potencial político que intuían en el psicoanálisis y el surrealismo. Su miembro más reconocido fue el filósofo Guy Debord, padre de la psicogeografía, una especie de geografía social de la ciudad que tamizaba las situaciones urbanas a través de filtros emocionales.
La reivindicación de los centros históricos no era el único punto de encuentro de la sociología anglosajona y la neomarxista, sino que también compartían la fijación por el ciudadano corriente.
El urbanismo iluminista, altamente reglado y estandarizado, contribuía a esta tarea (la cotidianeidad de la gente estaba siendo empaquetada como un producto de masas) bloqueando lo diverso, lo individual, lo espontáneo, lo imaginativo. Frente a la zonificación funcional de La Carta de Atenas, que usaba elementos “duros” (muros, infraestructuras, etc.) para fragmentar las megalópolis en unidades abstractas fácilmente reproducibles, los situacionistas exigían implementar “elementos blandos” (luz, sonido, actividad) que conformaran entornos continuos y pintorescos, las unités d’ambiance.
La sociología urbana neomarxista pasó entonces (luego de mayo del 68) a ensañarse con el cientifismo neopositivista, al que reprobaba haber despreciado las cuestiones que condicionaban el día a día de la gente: la percepción de la ciudad, los prejuicios raciales, las barreras culturales, etc. Los abanderados de esta postura fueron un grupo de profesionales agrupados en torno a la revista Espaces et Societés y liderados por Henri Lefebvre, profesor de la Université Paris X Nanterre.
Michael Foucault cuestionó este punto de partida (una metodología histórica comparativa que consideraba la forma como un subproducto), defendiendo que la megalópolis pertenecía a la época del espacio, “la época del cerca y el lejos, del lado a lado, de lo disperso”. En “Espacios otros”, este filósofo, sociólogo e historiador propuso un término que haría fortuna en las siguientes décadas: heterotopía. El cuerpo humano, el elemento a través del cual se producía la socialización, existía en un espacio que no era neutro, sino represivo y manipulado por el poder. Para liberarse de él era necesario crear “espacios otros”, heterotopías donde los valores culturales dominantes fueran contestados con códigos alternativos.
Lefebvre defendió su crítica radical al urbanismo y su apuesta por la espacialidad en su trilogía Critique de la vie quotidienne. Tras considerar que los tres fundamentos de la ciudad eran función, forma y estructura y reconocer que, por sí solo, ninguno de ellos bastaba para definirla, destacó el papel del segundo que, al definir la distancia que separaba las acciones humanas, determinaba las relaciones sociales. El mecanismo planificador de las formas que contenían a los “seres marioneta” de la megalópolis era el urbanismo. Lefebvre ponía así de manifiesto su desconfianza en las instituciones democráticas del Estado del bienestar, multitudinariamente refrendada en Mayo del 68
En El derecho a la ciudad hizo explícita esta denuncia, reclamando el derecho de los ciudadanos a recuperar el control de las formas urbanas que envolvían su cotidianeidad.
Tal como habían pronosticado Lewis Mumford, Frank Lloyd Wright y Le Corbusier, el destino último era la urbanización total del planeta, la trasformación de la humanidad en una “sociedad urbana”.