lunes, 19 de mayo de 2025

Raíces profundas de la disciplina: de la Antigüedad al siglo XVIII

Arnold, John H. “De la cola de los delfines a la torre de la política.” “‘Como ocurrió en realidad’: sobre la verdad, los archivos y el amor por lo viejo.” En Una brevísima introducción a la Historia, 29-81. México D.F.: Océano, 2003.


En el s. VI a.C., Nabónides, rey babilonio, hizo excavación de un templo antiguo, un E-babbar. y lo describió con sus emociones y vivencia. Quería vincularlo con su propia tradición real, y el poder que implicaba. Hoy lo vemos diferente pero toda historia quiere decir algo sobre el presente.

Heródoto (484-425 a.C.), hace un recuento sobre la razón por la que dos pueblos (griegos y persas) llegaron a la violencia. Elige confiar en “los hechos” y distinguir una historia ficticia (poema de Homero) de una real. Por eso es el “padre de la Historia”, aunque a veces se sale del recuento de acontecimientos para hablar de las costumbres de la gente, de maravillosos animales y de cualquier historia fabulosa. Para los griegos la “historia” era algo menospreciado porque no era poesía ni filosofía. Creía en un tiempo circular y pretendía explicar así el presente con ese pasado y aunque algunos historiadores hoy crean que hay acontecimientos recurrentes, no piensan que la rueda del destino gobierna la causalidad.

El cristianismo lo cambió, viendo el tiempo entre la Creación y el Apocalipsis y lo hizo con un nuevo propósito: persuadir. Describir historia para ganar autoridad. Lo hizo Eusebio (325), San Agustín y su pupilo Orioso con su Historia contra los paganos (este usaba documentos originales para crear historias que confirmaran la precisión de las Sagradas Escrituras), basándose en las reglas de la retórica.

La historia de autor anónimo Vida de Eduardo el Confesor (1607) omite pasajes importantes como la invasión normanda a Inglaterra de 1066, pero como método buscó ser confiable (aún siguiendo las reglas de la retórica). Se contaban historias para persuadir y entretener.

William de Malemsbury (1095-1143), fue cuidadoso en sus citas y entrevistó personas. Era críptico y receloso (las dos virtudes modernas de un historiador) y buscaba un recuento imparcial, pero en ocasiones cayó en los prejuicios de sus entrevistados. También trató de explicar, lo que implicaba adivinar. Adivinar bien es la tercera virtud.

Los siglos XII y XIII vieron alejamiento de los modelos clásicos de historiografía. Los temas se ampliaron para abarcar historias “nacionales” y “mundiales”.

Se volvió a la idea de aprender del pasado y la retórica ganó espacio de nuevo. Incluso tras las divisiones por La Reforma (s. XVI), la retórica se alió con la polémica religiosa.

Dejaron de ver al Hombre como parte de ese tiempo cristiano (en la penúltima de las Siete Edades), aunque sin interesarse en la “vida cotidiana” postularon tres períodos: Antiguo, Medieval y Moderno (ellos), con la presunción de que entre el s. IV y el XIV, nada importante había ocurrido.

Comenzó a surgir una corriente crítica que incluso se preguntaba que ya que la historia era ficticia y prejuiciosa, ¿no lo estaba haciendo mejor la poesía?.

Con Bodin, la historia es esencial para educar en los asuntos de Estado y de gobierno, con mucha rigurosidad metodológica. La Verdad a la que aspiraba era entender el Plan de Dios a través de los acontecimientos “científicos” de fines del Renacimiento. Sin embargo, volvió a colocar a la “verdad” en la agenda de la Historia.

No hay que caer en la falacia del progresismo y privilegiar nuestra idea de lo que es “cierto”.

La historia es a la sociedad lo que la memoria es al individuo, pero la memoria de quién? Y qué es lo que hay que recordar?

Tucídides (460-400 a.C.), decía en su Historia de la guerra del Peloponeso que “la mayoría de la gente… no se tomará la molestia de hallar la verdad sino que está mucho más inclinada a aceptar la primera historia que escuche”, criticando a Heródoto así.