sábado, 19 de octubre de 2024

La megalópolis de los sociólogos

Carlos García Vázquez. “La megalópolis de los sociólogos: Herbert Gans, Jane Jacobs, Henri Lefebvre.” En: Teorías e historia de la ciudad contemporánea. Barcelona: Editorial Gustavo Gili, 2016. pp. 81-95.


LA MEGALÓPOLIS DE LOS SOCIÓLOGOS: HERBERT GANS, JANE JACOBS, HENRI LEFEBVRE


Tras la II Guerra Mundial las dos fuentes que alimentaban la “ecología urbana”, los community studies y la geografía, volvieron a separarse. Los protagonistas de los primeros eran ahora los héroes de la galería existencialista —obreros, inmigrantes, marginados, etc.—, personajes típicamente románticos que tan solo hubieron de ser ajustados a las nuevas circunstancias. Así, el estudio de la pobreza y la discriminación subsistió, si bien los actores eran otros, ya que la clase media blanca había suplantado a la burguesía como agente propulsor de la segregación espacial. En cuanto a la geografía urbana, en la década de 1960 emprendió una singladura a la que acabaría sumándose la sociología. 

En lo que se refiere a la escuela alemana de ideología marxista, su interés por la modernidad fue fulminado por el recelo posbélico hacia todo lo que tenía que ver con la racionalización. El contrapunto al neopositivismo anglosajón se desplazó de Alemania a Francia, pero siguió en manos del marxismo. O, para ser más exactos, del neomarxismo, una corriente revisionista que sometió la ortodoxia socialista a los dictados del existencialismo.


La expansión de los community studies: barriadas obreras, guetos, suburbia y centro histórico


El apelo realizado por Robert Park para que los community studies se implicasen en el estudio de las sociedades urbanas volvió a reverberar en la década de 1960, alentado por un nuevo fenómeno: la explosión demográfica de las megalópolis del Tercer Mundo. Especialmente llamativo era el caso del África colonial subsahariana: Abiyán, capital de Costa de Marfil, había pasado de los 200.000 habitantes de 1960 al millón de 1975, y Lagos, en Nigeria, de 350.000 a un millón.

Claude Lévi-Strauss lo recordaba en Tristes trópicos: las metodologías y categorías de análisis que la antropología social aplicaba a las sociedades tradicionales no eran trasladables a la ciudad. La Escuela de Manchester superó esta dificultad con el o “análisis situacional”: estudiar no la sociedad urbana en su conjunto, sino los sistemas que la componían, que eran relativamente autónomos.

Del análisis situacional derivó el network analysis. En Roles: An Introduction to the Study of Social Relations, 14 Michael Banton desarrolló la “teoría de los roles”, según la cual toda sociedad era definible por un sistema de derechos y deberes sustentado sobre tres componentes: los roles asumidos por sus miembros (parentales, sexuales, religiosos, económicos, etc.), las reglas que los regían y sus interrelaciones. 

Respecto a los contenidos, los community studies siguieron centrando su atención sobre segmentos sociales relativamente coherentes y sencillos: los barrios obreros, los asentamientos étnicos y, por último, los suburbios de clase media y los centros históricos, las dos novedades de la etapa megalopolitana.

El estudio de los asentamientos étnicos abrió la puerta de los community studies a la antropología urbana, una vía ya inaugurada por la Escuela de Chicago con su “antropología del gueto”. Las revueltas que estallaron en Estados Unidos en la década de 1960 —como la del distrito angelino de Watts (1965) o la de Detroit (1967)— dirigieron la mirada hacia un colectivo al que no se había prestado especial atención: los afroamericanos.

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En 1965 el sociólogo y político demócrata Daniel P. Moyniham escribió The Negro Family, un informe donde planteaba una espinosa pregunta: ¿por qué en las décadas previas, a pesar del reconocimiento de sus derechos civiles, la situación socioeconómica de la población negra había empeorado? Según Moyniham la clave estaba en la desintegración de las estructuras familiares: divorcios, hijos ilegítimos, madres solteras, etc., que se traducían en fracaso escolar, desempleo, cultura del subsidio y criminalidad. 

Oscar Lewis, estudió los barrios puertorriqueños de Nueva York y constató todo lo contrario que Moyniham: la existencia de sólidas estructuras familiares que garantizaban una gran estabilidad vital.


William H. Whyte, autor de El hombre organización encontró que paradójicamente, la igualitaria megalópolis podía llegar a ser más segregacionista que la clasista metrópolis, dada la capacidad del modelo suburbano para alejar espacialmente a las distintas comunidades étnicas y sociales.


Para constatar la veracidad de este diagnóstico, el sociólogo Herbert Gans se fue a vivir al suburbio por excelencia de la clase media estadounidense: Levittown. En 1967 escribió The Levittowners, libro en el que, paradójicamente, desmentía a Whyte. Según Gans, a igual edad y clase social, las formas de vida urbana y suburbana no eran tan diferentes. Los levittowners, en su inmensa mayoría matrimonios jóvenes de clase media y raza blanca, no eran ni especialmente apáticos ni especialmente adocenados ni especialmente individualistas. Más bien al contrario, mostraban una auténtica pasión por las actividades comunitarias. A esa misma conclusión había llegado, pocos años antes, el urbanista Melvin Webber. En el polémico artículo “The Urban Place and the Nonplace Urban Realm”, declaró que suburbia no era ni mejor ni peor que la ciudad compacta, tan solo diferente. Webber relacionaba sus problemas de segregación y desarticulación con la difusión de tecnologías como la televisión, que estaban socavando el espíritu comunitario que tradicionalmente había garantizado la cercanía espacial. 


Gans achacaba el error de Whyte al determinismo físico heredado del Social Survey Movement, a creer que la forma urbana implicaba una determinada manera de vivir.

En 1961 Jane Jacobs escribió Muerte y vida de las grandes ciudades. Según ella la vitalidad de Greenwich Village se debía a su elevada densidad (consideraba que lo deseable era de 500 a 750 habitantes/hectárea), a su multiplicidad de usos, que hacía que la gente estuviera en un mismo sitio a distintas horas y por distintas razones, a su diversidad, a la convivencia de bloques y casas de distintas épocas, etc.; en definitiva, a que era un trozo de ciudad tradicional.

El sociólogo Richard Sennett coincidía con ella en dos aspectos: que el urbanismo iluminista, con su obsesión por la zonificación, desactivaba la diversidad y la creatividad, y que la dispersa y uniforme suburbia era excluyente, mientras que los núcleos densos y complejos socializaban.

La sociología urbana fue presa del arrebato neopositivista. En este caso, el abandono de la ética y lo cualitativo se tradujo en el desplazamiento del foco de interés de los contenidos a las metodologías de análisis.


La revisión neomarxista: denuncia del urbanismo socialdemócrata y reclamo del “derecho a la ciudad” 

La alternativa a la sociología y la geografía urbanas anglosajonas se fraguó al amparo del neomarxismo, que recondujo los presupuestos del marxismo ortodoxo hacia los intereses del existencialismo. 

Tras la II Guerra Mundial, la Escuela de Fráncfort descubrió la operatividad del proyecto de Walter Benjamin (diluyó la esencia racionalista del marxismo decimonónico con técnicas psicoanalíticas) y comenzó a difundirlo por las ciencias sociales. Entre los que lo adoptaron destacó la Internacional Situacionista, fundada en 1957 por un grupo de intelectuales franceses dispuestos a explotar el potencial político que intuían en el psicoanálisis y el surrealismo. Su miembro más reconocido fue el filósofo Guy Debord, padre de la psicogeografía, una especie de geografía social de la ciudad que tamizaba las situaciones urbanas a través de filtros emocionales.

La reivindicación de los centros históricos no era el único punto de encuentro de la sociología anglosajona y la neomarxista, sino que también compartían la fijación por el ciudadano corriente.

El urbanismo iluminista, altamente reglado y estandarizado, contribuía a esta tarea (la cotidianeidad de la gente estaba siendo empaquetada como un producto de masas) bloqueando lo diverso, lo individual, lo espontáneo, lo imaginativo. Frente a la zonificación funcional de La Carta de Atenas, que usaba elementos “duros” (muros, infraestructuras, etc.) para fragmentar las megalópolis en unidades abstractas fácilmente reproducibles, los situacionistas exigían implementar “elementos blandos” (luz, sonido, actividad) que conformaran entornos continuos y pintorescos, las unités d’ambiance.

La sociología urbana neomarxista pasó entonces (luego de mayo del 68) a ensañarse con el cientifismo neopositivista, al que reprobaba haber despreciado las cuestiones que condicionaban el día a día de la gente: la percepción de la ciudad, los prejuicios raciales, las barreras culturales, etc. Los abanderados de esta postura fueron un grupo de profesionales agrupados en torno a la revista Espaces et Societés y liderados por Henri Lefebvre, profesor de la Université Paris X Nanterre.

Michael Foucault cuestionó este punto de partida (una metodología histórica comparativa que consideraba la forma como un subproducto), defendiendo que la megalópolis pertenecía a la época del espacio, “la época del cerca y el lejos, del lado a lado, de lo disperso”. En “Espacios otros”, este filósofo, sociólogo e historiador propuso un término que haría fortuna en las siguientes décadas: heterotopía. El cuerpo humano, el elemento a través del cual se producía la socialización, existía en un espacio que no era neutro, sino represivo y manipulado por el poder. Para liberarse de él era necesario crear “espacios otros”, heterotopías donde los valores culturales dominantes fueran contestados con códigos alternativos.

Lefebvre defendió su crítica radical al urbanismo y su apuesta por la espacialidad en su trilogía Critique de la vie quotidienne. Tras considerar que los tres fundamentos de la ciudad eran función, forma y estructura y reconocer que, por sí solo, ninguno de ellos bastaba para definirla, destacó el papel del segundo que, al definir la distancia que separaba las acciones humanas, determinaba las relaciones sociales. El mecanismo planificador de las formas que contenían a los “seres marioneta” de la megalópolis era el urbanismo. Lefebvre ponía así de manifiesto su desconfianza en las instituciones democráticas del Estado del bienestar, multitudinariamente refrendada en Mayo del 68

En El derecho a la ciudad hizo explícita esta denuncia, reclamando el derecho de los ciudadanos a recuperar el control de las formas urbanas que envolvían su cotidianeidad.

Tal como habían pronosticado Lewis Mumford, Frank Lloyd Wright y Le Corbusier, el destino último era la urbanización total del planeta, la trasformación de la humanidad en una “sociedad urbana”.

 


domingo, 13 de octubre de 2024

Educación sexual en Costa Rica 1920-1960

Deliciosas tempestades. Las mujeres y la educación sexual en Costa Rica entre las décadas de 1920 y 1960.

Iván Molina Jiménez


El interés por la educación sexual inició en Costa Rica en la década de 1920, en el contexto de la preocupación global por la expansión de las enfermedades venéreas que se desarrolló a partir de la Primera Guerra Mundial.

Poco después, y por iniciativa de las maestras y profesoras, ese tipo de educación se amplió para cubrir temas específicamente femeninos, asociados sobre todo con la maternidad y la crianza de los hijos. Dicha feminización se profundizó en la década de 1930. Luego de 1940, a medida que la iglesia católica reforzaba su influencia en el sistema educativo, la educación sexual fue liderada por el Ministerio de Salubridad Pública, cuyas actividades relacionadas con esa enseñanza fueron apoyadas por las educadoras.


La educación sexual, como práctica, discurso y forma de conocimiento empezó a desarrollarse en Estados Unidos y Europa entre finales del siglo XIX e inicios del XX, y luego se extendió al resto del mundo. El liderazgo en esa difusión correspondió a especialistas en los campos de la educación, la salud y la psicología, fuertemente influidos por las teorías eugenésicas, entonces en boga. En este marco, la educación sexual se concentró en prevenir las enfermedades venéreas entre los varones y en promover la maternidad científica entre las mujeres, por lo que se constituyó en una enseñanza que, en vez de subvertir los valores y roles de género tradicionales, los perpetuó.

A partir de la revolución sexual de la década de 1960, la educación sexual dejó atrás su pasado eugenésico y empezó a adquirir otro carácter, primero por la difusión de los métodos anticonceptivos, que posibilitaron separar el ejercicio de la sexualidad de la maternidad; y segundo, porque las feministas y comunidades sexualmente diversas empezaron a demandar el reconocimiento de sus derechos, un proceso que se acentuó en el último cuarto del siglo XX.


Por tanto, el propósito principal del presente artículo es analizar un tema aún no investigado, cual es la educación sexual en Costa Rica entre las décadas de 1920 y 1960. El sistema educativo, predominantemente público, fue secularizado a partir de la reforma de 1886. Dicho cambio posibilitó que, desde inicios del siglo XX, el Estado se valiera de las escuelas para desarrollar un sistema de salud pública, cuyo propósito fundamental era disminuir la alta mortalidad infantil e incrementar el tamaño de la población costarricense.

Dado que este modelo, pese a su carácter secular, reforzaba el orden tradicional de género, la iglesia católica no lo adversó, por lo que, una vez que los eclesiásticos volvieron a fortalecer su influencia en el sistema educativo a partir de 1940, la educación sexual empezó a ser orientada en función del matrimonio, un enfoque que solo empezaría a ser desafiado después de 1990.


Desde finales del siglo XIX, entre las autoridades educativas costarricenses existía una preocupación por la higiene sexual, aunque considerada desde una óptica fundamentalmente médica.

Solón Núñez proporcionó una base decisivamente secular y científica a la educación sexual, que influenciaría este tipo de enseñanza en el futuro inmediato. En diciembre de 1926, cuatro años después de la conferencia de Núñez, Omar Dengo, director de la Escuela Normal –establecimiento estatal y único de su tipo existente en el país que preparaba maestros y maestras para que laboraran en la enseñanza primaria–, informaba que “en las lecciones de Economía Doméstica se procuró introducir, discretamente, ciertas nociones de puericultura y educación sexual”.

Las preocupaciones relacionadas con el peligro de contraer enfermedades venéreas y con la debida implementación de una maternidad científica estaban fuertemente influidas por diversos enfoques eugenésicos.

Al camino abierto por Núñez en 1922, se sumó Luis Dobles Segreda, ministro de Educación Pública, al referirse explícitamente en 1927, en el contexto de un debate acerca de la duración de la enseñanza primaria, a los cambios corporales asociados con la pubertad. Dobles Segreda, precisamente por los prejuicios que abrigaba acerca de la temprana sexualidad femenina, promovió las modificaciones curriculares indispensables para incorporar, en el plan de estudios del Colegio Superior de Señoritas, correspondiente a 1927, un curso de puericultura y ginecología “con el propósito de instruir a las muchachas en esas materias, cuya ignorancia es a veces causa de tantos trastornos domésticos y conduce a tan lamentables errores”.

Dobles Segreda estableció un nuevo eje problemático, más próximo a los debates librados en la década de 1960 sobre el control de la natalidad, que vinculaba la sexualidad temprana con una fecundidad alta, menos educación y más pobreza.

Después del fallecimiento de Dengo en 1928, María Teresa Obregón (maestra normalista y esposa de Omar Dengo) prosiguió con esos esfuerzos en la Escuela Normal, establecimiento en el que, en 1933, dirigía un club de estudio sobre enseñanza sexual, abierto como una actividad académica extra, en la que la inscripción era voluntaria.

De esta manera, entre comienzos y finales de la década de 1920, el tema de la educación sexual logró abrirse un espacio decisivo en la esfera pública y empezó a ser tratado en los colegios y en la escuela normal. Si bien el propósito inicial predominante era advertir a los varones de los peligros de las enfermedades venéreas, más tarde, una vez que tal enseñanza alcanzó también a las mujeres, empezaron a incorporarse nociones afines con la maternidad científica.

Pese a que la educación sexual en la década de 1920 tendió a reforzar los valores y los roles tradiciones de género, también hubo rupturas relevantes. Frente a la monopolización inicial de la educación sexual por los varones –sobre todo médicos y jerarcas educativos– y su direccionamiento en función del estudiantado masculino, algunas educadoras comenzaron a desafiar ese desbalance de género y a construir sus propias posiciones de autoridad en dicha materia, dentro y fuera de los espacios oficiales. De hecho, algunas de estas maestras, como lo sugiere la experiencia de Obregón, podrían haber abordado el tema del disfrute de la sexualidad femenina. A su vez, las sufragistas –muchas de las cuales también eran maestras normales– dieron una connotación distinta a la maternidad, al convertirla en fundamento de ciudadanía y de reclamo del derecho al voto. 

En la edición de octubre de 1931, se publicó una información que evidencia que el Partido Comunista de Costa Rica había empezado a implementar algunas de las recomendaciones planteadas en el Primer Congreso del Niño, organizado entre el 26 de abril y el mayo de 1931 por el Patronato Nacional de la Infancia (PANI).

Hasta ese momento el tema de la educación sexual había estado dominado por hombres en posiciones de poder, como Solón Núñez, Omar Dengo, Luis Dobles Segreda y González Flores, o maestras casadas de clase media, como María Teresa Obregón. También fue novedoso que las conversaciones realizadas por la maestra y militante Luisa González, proveniente de una familia de clase trabajadora y graduada de la Escuela Normal, se dirigieran a adultos y que, aparte de mujeres, esas actividades incorporaran también varones.

Debido precisamente a que esta innovación suponía una riesgosa transgresión de género –una joven no desposada y económicamente independiente se refería a asuntos de sexualidad frente a audiencias compuestas por parejas casadas o convivientes de distintas edades–, los comunistas procuraron neutralizar ese riesgo al enfatizar en la preparación académica de González y en las diferencias morales de clase entre los trabajadores y “las damas y caballeros de la burguesía”, que confiaban la educación sexual de sus hijos e hijas “al libro de estampas pornográficas, a la conversación capciosa y en voz baja, a la novela lujuriosa y al cine, supremo ‘educador’ de nuestras niñas aristocráticas.

El origen de esta corriente de conservadurismo moral se remonta al último tercio siglo XVIII, cuando diversos sectores, fuertemente influidos por la religión, empezaron a denunciar el efecto corruptor de las novelas (de las cuales una proporción significativa fue escrita por mujeres que publicaban con nombres masculinos), debido a la presencia de personajes femeninos que desafiaban abiertamente los valores tradicionales de género.

Dado el carácter laico del sistema educativo desde la reforma de 1886, en Costa Rica las manifestaciones en contra de ese tipo de enseñanza, concentradas en la enseñanza secundaria y no en la primaria, fueron menos frontales y estructuradas.

Si bien la información disponible no permite profundizar suficientemente en este punto todavía, toda la evidencia conocida sugiere que la educación sexual, impartida por educadoras a estudiantes mujeres, tendía a expandirse. Aparte del club dirigido por María Teresa Obregón en 1933, en diciembre de 1937, Salvador Umaña, por esa época director del Colegio Superior de Señoritas, señalaba “no me atrevo todavía a sugerir alguna intervención en los problemas sexuales, que son tratados, pero indirectamente y en forma velada por las profesoras casadas”, reconociendo que no en todos los planteles de secundaria se cumplía lo dispuesto en el reglamento de segunda enseñanza aprobado en 1929 acerca de las conferencias sobre higiene, funciones sociales y venerismo, que debían ser impartidas a los jóvenes de ambos sexos por los médicos contratados por el Estado.

Aunque se desconoce cuán extendido estuvo ese incumplimiento, en diciembre de 1939 el presidente León Cortés Castro (1936-1940) promulgó una versión ampliada de dicho reglamento, en el que se reiteró la obligación de los médicos de los colegios de dictar charlas sobre sexualidad y enfermedades venéreas.

De acuerdo con Ángela Acuña Braun (1939), la niñez estaba expuesta a la “criminal pornografía libresca… al cine libertino [y a] esas canciones en boga, sin arte alguno, producto de un sentimiento morboso, compuestas para provocar vulgares deleites eróticos”. Debido a estos peligros, la educación sexual de niños y niñas debía corresponder a la madre, quien debía “responder la curiosidad infantil, satisfaciéndola en fuentes sanas, con devoción maternal”. La posición de Acuña sugiere que el asunto de la educación sexual dividió a las tempranas feministas costarricenses.


A inicios de la década de 1940, el Partido Republicano Nacional (PRN), liderado por el médico Rafael Ángel Calderón Guardia, impulsó un ambicioso programa social, que supuso la creación de la Universidad de Costa Rica, de la Caja Costarricense de Seguro Social, de un nuevo capítulo de garantías sociales que se incorporó en la Constitución Política y de un código laboral.

La tendencia a incumplir lo consignado en el reglamento referido (conferencias dictadas por médicos) fue posiblemente lo que llevó a que, en el Código sanitario de 1943 se estableciera “con carácter obligatorio, en los programas de todos los colegios de varones de segunda enseñanza, a partir del tercer año, la asignatura de educación sexual”. Esta disposición, por razones que todavía no ha sido posible determinar, fue prontamente eliminada mediante una reforma aprobada en 1944, pero fue incorporada de nuevo en 1945

De esta manera, la educación sexual para varones fue oficialmente establecida en el país a partir de la institucionalidad sanitaria, no desde la educativa.

pese al desinterés de las altas autoridades educativas, el Departamento de Lucha Antivenérea había logrado impartir educación sexual en algunos de los principales establecimientos educativos del país y que, con ese mismo propósito, aprovechaba la infraestructura construida por el movimiento estudiantil. Adicionalmente, dicho Departamento puso en práctica una activa política de producción y distribución de información impresa y procuró que algunos de esos materiales tuvieran difusión radial.

Tal fue el caso de una conferencia preparada por el educador, poeta y militante del PCCR, Carlos Luis Sáenz Elizondo, titulada “Alumnos y profesores ante el peligro venéreo”. Su exposición fue transmitida el 23 de octubre de 1944 por la estación llamada Radio para Ti y se publicó como folleto en 1945. Sáenz partió de que al llegar a la pubertad “el muchacho y la muchacha…están doblando el ‘cabo de las tormentas’ con todos los peligros del naufragio en un mar de terribles y a la vez, deliciosas tempestades.

Tres factores principales, según Sáenz, dificultaban implementar una adecuada educación sexual en los colegios, dos de los cuales se relacionaban con asuntos docentes: los profesores estaban sobrecargados de trabajo, por lo que no podían dar ningún tipo de atención individualizada a los estudiantes; y carecían de los conocimientos mínimos indispensables para tratar el tema, por lo que si lo abordaban, lo hacían a partir de juicios de valor o de anécdotas basadas –por lo general– en su propia experiencia. El tercer factor que complicaba la educación sexual, era que los jóvenes, a falta de clases de educación sexual, se informaban sobre sexualidad por medio de las diversas manifestaciones de la industria cultural, en particular del cine, ya que “en la pantalla ven aclarados, o enturbiados, sus sueños y sus adivinanzas sobre la vida sexual”. Por si esto fuera poco, “la novela erótica y la pornográfica, hallan clientela muy especial entre los muchachos y también entre las muchachas”. 

Luego de la Guerra Civil, el Departamento de Lucha Antivenérea mantuvo el liderazgo en el campo de la educación sexual y lo consolidó con la promulgación de un nuevo Código Sanitario en 1949, que extendió ese tipo de enseñanza a todos los planteles (no solo los masculinos) en los tres primeros años de colegio. Adquirió libros y materiales para difusión, incluyendo La función de la menstruación (The story of menstruation, Walt Disney, 1946), un film que se proyectó durante todo el año 1954 “con asistencia de padres de familia, maestros, profesores y algunas veces alumnas de escuelas y colegios con la debida autorización de sus padres”.

Las diversas actividades emprendidas por las autoridades de salud contrastan con lo sucedido en el sector educativo: el asunto de la educación sexual prácticamente desapareció durante las décadas de 1940 y 1950.

Hacia 1963 la educación sexual propuesta desde la institucionalidad educativa evidenciaba la fuerte influencia que había alcanzado la Iglesia católica, ya que la enseñanza correspondiente, modelada a partir de los preceptos bíblicos, estaba en función del matrimonio, la reproducción y la crianza de los hijos.

Falta más investigación pero se sabe que maestras y profesoras lideraron la utilización de la píldora anticonceptiva en Costa Rica a inicios del decenio de 1960, proceso que supuso para algunas de estas mujeres, debido a los conflictos que tuvieron con los sacerdotes de las comunidades donde vivían, distanciarse todavía más de la Iglesia católica.



Historia de la Esquizofrenia

ORIGEN HISTÓRICO DE LA ESQUIZOFRENIA E HISTORIA DE LA SUBJETIVIDAD

José María Álvarez & Fernando Colina


José María Álvarez y Fernando Colina. “Origen histórico de la esquizofrenia e historia de la subjetividad.” En: Las voces de la locura. Barcelona: Xoroi Edicions, 2016. pp. 35-57.

Planteamiento

La pregunta acerca del origen histórico de la esquizofrenia, comprometida desde el punto de vista ideológico y compleja de argumentar, se formula en esta ocasión a partir de tres supuestos generales. El primero considera que las enfermedades del alma o mentales están sujetas a variaciones a lo largo de la historia; el segundo atribuye estas variaciones sobre todo a los universos simbólicos; el tercero plantea que el origen de la esquizofrenia —en concreto del automatismo mental y de la xenopatía del lenguaje (a la experiencia de extrañeza e imposición del lenguaje, del pensamiento, de los actos y sentimientos) — es relativamente reciente. 

Aunque la opinión general dé por seguro que la esquizofrenia existe desde siempre, a finales del pasado siglo algunos autores ya se formularon la pregunta sobre su posible origen histórico. En su libro On the History of Lunacy: the 19th Century and after, Edward H. Hare argumenta su tesis de que las enfermedades no son estáticas, sino que pueden aparecer de pronto, crecer y decrecer, incluso sin la intervención del hombre. Respecto a la esquizofrenia propone que se produjo «algún cambio de naturaleza biológica, alrededor de 1800, de manera que a partir de entonces aumentó la frecuencia de un determinado subtipo de esquizofrenia».

Timothy Crow publicó en 2000 un artículo en el que proponía una hipótesis según la cual el cambio genético que posibilitó la adquisición del lenguaje («la capacidad más específicamente humana») y permitió el desarrollo independiente de ambos hemisferios, está vinculada con los síntomas nucleares de la esquizofrenia.


Definición del sujeto

Las condiciones para afirmar que la esquizofrenia no es una enfermedad natural sino cultural e histórica, propia de la época moderna, no son comprensibles —como advertíamos antes— sin plantearnos una historia de la subjetividad.

Desde que se consolida a partir de la Ilustración, o al menos adquiere una mínima consistencia conceptual, el sujeto articula una doble función: la que deriva de la reflexividad del yo (Descartes) y la que rige cualquier relación interpersonal establecida. Sujeto es quien trata con los demás y al mismo tiempo se observa y se juzga en un acto de indagación interior.

El yo descubre su condición subjetiva al volverse permeable al inconsciente, es decir, cuando deja de coincidir consigo mismo y se enajena en una doble alteridad: la del otro con quien habla y la del otro que le habita. Ya no está definido por el dominador «yo pienso», sino más bien por el servil «ello piensa».

El hombre definido por lo que le falta, es el sujeto que denominamos neurótico, mientras que el sujeto escindido y fragmentado corresponde al sujeto psicótico (esquizofrénico y xenópata). El sujeto no tiene una solidez intemporal sino que fragua en el seno de las épocas y de los discursos.


Historia de la subjetividad

La historia del sujeto es principalmente la historia de sus fracasos, es decir, la historia de su locura, puesto que la locura no es un avatar circunstancial del sujeto sino su condición de posibilidad, su premisa constitutiva. Con razón, el primer historiador de la subjetividad, Foucault, empezó por ella su estudio.

Un requisito inicial nos exige distinguir entre lo estrictamente histórico y lo simplemente cultural, que se diferencian aquí sin llegar a contraponerse del todo. Así las cosas, la psicosis no sólo debe estudiarse como la peripecia de un sujeto individual que en un momento determinado desencadena un trastorno mental, sino también como el avatar de un sujeto histórico que se ve amenazado por unos peligros nuevos que vienen marcados por el franqueamiento de una época.

En ese contexto puede proponerse que la esquizofrenia es un trastorno moderno, puesto que refleja una división y una fragmentación de la identidad de dimensiones hasta ahora desconocidas.


La esquizofrenia como enfermedad histórica

Aceptados los vínculos entre el sujeto y la locura, podemos ahora plantearnos la historia de la subjetividad interrogándonos sobre los cambios subjetivos que explican el surgimiento e imposición de la esquizofrenia en las sociedades modernas. Escisión, repudio, desdoblamiento, xenopatía, disociación y discordancia fueron algunos de los conceptos con los que se trató de nombrar la desunión personal y, al mismo tiempo, la invasión de una «otredad» que fulmina el armazón de la identidad. La contribución del naciente psicoanálisis resultó decisiva para impulsar la noción de esquizofrenia y de aquellas visiones de la subjetividad en que la división constituía el elemento esencial. Freud concibió la división del sujeto como un hecho estructural, esto es, como un principio que afecta a todos los sujetos, no sólo a  los esquizofrénicos. En este sentido se puede afirmar que la de Freud fue, hasta ese momento, la concepción teórico-clínica que mejor reflejó y explicó la subjetividad del hombre moderno.

La esquizofrenia surge en la época moderna con la emergencia del discurso científico y la declinación de la omnipotencia divina. No se nos puede ocurrir buscar algo parecido a la esquizofrenia actual entre los contemporáneos de Sócrates o en las selvas de la Amazonia. Sólo se puede encontrar desde el momento en que los modernos entregaron media cabeza a la ciencia para quedar desde entonces divididos, escindidos, al modo que entendió Pascal, en dos mundos mentales incompatibles que prefiguran la abrupta división entre positivismo y romanticismo.  Nos inclinamos a dar la razón a quienes piensan que la esquizofrenia no sólo es una perturbación propia de la modernidad, bastante reciente por lo tanto en nuestra historia, sino un síntoma nuclear —epistemológico y social— de la ciencia moderna, capaz de abordar cualquier cosa menos esa consecuencia ciega y muda de sí misma. El sujeto y la locura se identifican por su capacidad para escapar de la reducción científica, como lo demuestra mejor que nadie el esquizofrénico. 

El esquizofrénico es centinela de la modernidad antes que de su persona. Su angustia nos alerta sobre el destino que nos acecha y es una señal para la humanidad entera.


El lenguaje y las alucinaciones

Dependiendo de la perspectiva e ideología del observador, las voces han sido consideradas de muy distintas maneras. Para algunos autores son simples percepciones erróneas, síntomas positivos de una enfermedad cerebral llamada esquizofrenia. Para otros, entre los que nos incluimos, el sujeto alucinado se nos presenta sobre todo como un ser que no ha podido o sabido defenderse de la presencia xenopática del lenguaje que habla a través de él, es decir, como si estuviera poseído por el nuevo demonio que encarna lenguaje. 

Con todos estos hilos históricos se fue formando una trenza en la que sujeto y lenguaje se han convertido en términos indisociables (el parlêtre de Lacan), concepción que nos aleja de tiempos pasados en los que se veía en el lenguaje un instrumento destinado a la comunicación, una facultad al servicio de la persona. En este sentido, las voces muestran en toda su crudeza al sujeto sometido al lenguaje que recibe sus propias palabras como si le fueran ajenas, pero que, en su rotunda perplejidad, experimenta la convicción de que esas palabras le conciernen en lo más íntimo de su ser.

Que las voces —tal como aquí las definimos— no existieran antes del desgarramiento de la identidad sobrevenido con la modernidad, es una afirmación arriesgada pero coherente con los desarrollos hasta aquí expuestos.

Tres consideraciones: La primera supone un cuestionamiento de las conclusiones de cierta literatura psiquiátrica que, pecando de anacronismo, considera patológicas determinadas experiencias que en otros tiempos no lo eran por simple hecho de estar inscritas en los discursos, usos y costumbres del momento. La segunda consideración se basa en la revisión de los textos médicos antiguos, medievales y renacentistas, en especial los que se ocupan de la melancolía, la gran locura tradicional, en los que no hallamos ninguna mención relevante que guarde relación con la xenopatía alucinatoria. Para la tercera de nuestras consideraciones citamos la opinión del historiador de la psiquiatría Edward H. Hare, con quien coincidimos pese a que nuestras pesquisas van por otros derroteros y nuestros argumentos son otros: «[…] hasta el siglo XIX no existen registros clínicos claros de sujetos trastornados que oyeran voces en ausencia de alucinaciones visuales».


Las voces son el síntoma revelador de una época

Si comparamos la situación actual con la Antigüedad, es necesario recordar que los griegos no tenían ningún término para lo que nosotros llamamos lenguaje. En cambio, los modernos hemos conocido una independencia creciente del lenguaje.

La cosa en sí kantiana, la voluntad de Schopenhauer, la oscuridad de Schelling, la pulsión de Freud o lo real de Lacan, dan testimonio de esa experiencia radicalmente moderna que conduce al hombre hasta los límites del lenguaje, allí donde la representación no alcanza a revestir la realidad. 

Recordemos, por consiguiente, que venimos a la existencia en un universo hablado donde la función de la lengua no es tanto conocer o comunicar sino sujetar al hombre en el mundo. La lengua es el correaje del sujeto: el anclaje a tierra que han extraviado los esquizofrénicos.

De este modo, sentimos que las palabras dejan de representar o transformar la realidad, pues se transforman ellas mismas en una realidad de carácter más material que simbólica, más física y tangible. Las palabras se convierten en signos cargados de certeza y precisión, carentes de la ambigüedad metafórica del lenguaje. 

Eso explica la aparición de las voces como nuevo síntoma de la psicosis. En parte por la rotura de la palabra que hemos subrayado, pero también porque han desaparecido unos protagonistas intermedios que hablaban por nosotros entre el más allá y nuestra conciencia.

Recordemos que, hasta no hace mucho, todos los pueblos occidentales han compartido la idea de que unos entes intermedios entre los dioses y los hombres convivían junto a nosotros en el mismo espacio físico y mental. Espíritus, demones (genios), ángeles o diablos han participado de nuestra experiencia como un hecho inequívoco y común hasta que la mentalidad científica los fue desplazando al campo de la ficción y la fantasía.

Las voces de los esquizofrénicos no son otra cosa que las respuestas del sujeto a lo imposible, respuestas al fin y al cabo ante la presencia de ese real que se ha vuelto peligroso y amenazador. Surgen del cortocircuito establecido entre una palabra fundida con las cosas y la urgencia del lenguaje que acude a sofocar como puede, es decir, con el delirio, la herida que se ha abierto en el mundo y en la división del hombre. Las voces, en este caso, son la lengua muda que empieza a recobrar el habla, son un alfabeto naciente y titubeante.  



Educación sexual en Costa Rica 1960-2011

Sociedad y oficialismo: la crispación del discurso oficial sobre sexualidad del Ministerio de Educación Pública, Costa Rica, 1960-2011.

Hermes Campos-Monge


La historia de la sexualidad en Costa Rica inicia desde finales del siglo XIX, dada la preocupación del sector educativo sobre la higiene sexual (enfocada en la prevención del contagio de enfermedades venéreas). A partir de 1926, en la Escuela Normal y el Colegio Superior de Señoritas ya se incorporaba la educación sexual mediante un curso llamado: Puericultura y Ginecología.

La sexualidad se comenzó a incorporar en la instrucción pública formalmente en 1929, cuando el ministro de Educación, Luis Dobles Segreda, elaboró el reglamento para la segunda enseñanza, donde se determinó la necesidad de disponer de los servicios médicos para proporcionar conferencias sobre higiene, funciones sexuales y venerismo, principalmente a los varones.

En esta época de 1920 a 1960, se caracterizó por la prevalencia de un enfoque eugenésico (perfeccionamiento biológico de la especie humana) y la intensificación de los valores y roles tradicionales del género, enfocándose en varones e invisibilizando a las mujeres, en todo lo que NO estuviera ligado a maternidad.


De 1960 a 2018 hay un continuo cuestionamiento a las estructuras de poder que pretenden sostener el status quo de la sexualidad tradicional. Las políticas de salud y educación en materia de sexualidad inicialmente estaban enfocadas en la prevención de enfermedades de transmisión sexual. Las propuestas de la Revolución Cultural, a inicios de los sesentas, se replantearon los discursos imperantes sobre la sexualidad, principalmente en aquellas instituciones sociales reconocidas por antonomasia para educar. La primera institución desafiada fue la familia y el hogar, porque representaban el principal dispositivo de control de poder y socialización. 


En 1960 hubo un incremento de sífilis, que pudo ser causante de que durante la celebración de La Conferencia Nacional de Enseñanza Media, que tuvo lugar en San José del 26 al 31 de agosto de 1963, auspiciada por el Ministerio de Educación Pública y la Universidad de Costa Rica, se haya dispuesto brindar una educación sexual a jóvenes que promoviera prácticas sexuales moralmente aceptables, es decir, las que se ejecutan dentro del matrimonio y para el matrimonio, desde una lógica heterosexual.


El 16 de mayo de 1969 se plasmó ante el Consejo Superior de Educación la creación del Programa de Adiestramiento en Educación Sexual y, en 1970, el establecimiento de la Asesoría de Educación Sexual y Planificación Familiar. Este organismo técnico es el resultado de una política pública que, enfocada en el control de los cuerpos, determinó los lineamientos oficiales para definir cómo se debe entender y enseñar en materia de sexualidad. Con esas políticas el cuerpo se convierte en un objeto que debe ser conquistado por estos mecanismos disciplinarios y sometidos a vigilancia, porque no existe capacidad individual (cada persona) para cuidarlo. El objetivo de la Asesoría, según se cita, era la de “ser un organismo técnico del Ministerio, era el encargado de tutelar los valores de la familia costarricense como institución y la afirmación de una vida familiar digna según las tradiciones cristianas”.

Este programa fue el resultado de la lucha por los derechos humanos de segunda generación, constituidos por los derechos sociales, económicos y culturales, que son una obligación de hacer del Estado; pero también respondió a una realidad de la sociedad costarricense relacionada con los baby boomers de la década de 1960, donde se privilegió el aumento de la natalidad sin control y sin considerar las posibilidades económicas de la sociedad.


A pocos años de iniciar el programa del MEP, en 1974, se le tildó de antinatalista porque se interpretaba como una intromisión a la intimidad familiar. Establecer políticas de reproducción humana fue asumido como una “invasión por parte del Estado hacia lo interno de las familias y hogares”.

Oficialmente, la educación para la sexualidad que llegaba a las aulas se limitaba a establecer y definir el cuerpo humano desde una perspectiva fisiológica y biológica, empleando ejemplos de animales para explicar la función de la reproducción.

Las pinceladas sobre la sexualidad se comenzaron a vislumbrar en la educación costarricense, en temáticas enfocadas hacia la maternidad, la vida matrimonial, el cuido de familiares, la planificación familiar, la vida conyugal y el cuidado de los niños y las niñas; funciones que son otorgadas a las mujeres, sin posibilidad de decidir y objetar sobre sus deseos, porque a consecuencia de sus características sexuales, la sociedad habló por ellas.

¿Por qué son los hombres los que hablan con derecho sobre el cuerpo de las mujeres? La participación de las mujeres en las discusiones de la reproducción está ausente, porque no tienen voz, aunque aparezcan como sujetos en la historia.

Sin embargo, estas construcciones sociales no están aisladas de las categorías sociales de raza, etnia, clase socioeconómica, orientación sexual, edad y nacionalidad, entre otras, por lo tanto, plantea Facio (2005): La sociedad no construye a todas más mujeres idénticamente subordinadas ni a todos los hombres con los mismos privilegios, aunque sí en su universalidad las mujeres son subordinadas por los hombres.


El inicio de los años ochenta estuvo marcado por varios escenarios que continuaban desafiando el orden de “normalidad”: cuestionamientos a las prácticas identitarias y las representaciones sobre la sexualidad, donde la sociedad costarricense no estaba ajena a ello. En los ochenta, el modelo de sexualidad estaba basado en la reproducción desde la heterosexualidad, pero se comenzaba a fragmentar a consecuencia de las interrogantes sobre las políticas sexuales e identitaria emergidas desde los movimientos homosexuales.

(Falta texto entre p. 71 y 72)

Hacia finales de los 80 surge el elemento del placer.

(Falta texto entre p. 72 y 73)


En (¿1985?) se ejecuta un proyecto con el Fondo de Naciones Unidas para Actividades de Población, cuyo objetivo fue incorporar temas de educación en población en tercer ciclo del sistema formal de instrucción. Parte de los compromisos del Ministerio de Educación fue la creación de una oficina en el Centro Nacional de Didáctica. La estrategia del proyecto se basó en el diseño de materiales para distribución al personal docente mediante sesiones técnicas. Se partía de que eran suficientes para apropiarse de la educación sexual y administrar sus contenidos en las aulas.

Las primeras Guías sobre sexualidad desde 1985-1999 para tercer ciclo fueron elaboradas en conjunto con la Conferencia Episcopal. Esta documentación estaba dirigida específicamente a personal docente, quien posteriormente sería el ente mediador en las aulas.

Aunque hubo críticas es necesario reconocer que estas iniciativas se continuaron hasta finales de los noventa, aunque sin éxito alguno dentro del sistema educativo.

Se considera que uno de los aportes principales de estas guías fue replantear el enfoque de sexualidad más allá de las concepciones biológicas y fisiológicas, avizorando otras cuestiones que involucran el género.

No fue suficiente con los programas para la sexualidad, también fue necesario luchar contra esos otros registros simbólicos (el registro al que pertenece todo aquello capaz de tener efectos de significación) que reforzaban el orden moral hegemónico fuera de los límites de la educación oficial y formal.

A mediados de los ochenta y durante toda la década de los noventa y los primeros decenios del siglo XXI, serán los canales donde se desafía, consolidadamente, una lucha y crispación social entre quienes apoyan la reproducción de los paradigmas tradicionales sobre la sexualidad y quienes apelan a la deconstrucción y relectura de las nuevas identidades e interpretaciones sobre la sexualidad.

La educación media se convirtió en un espacio de disputa frente a los replanteamientos sobre nuevas masculinidades y feminidades; pero también hubo respuestas de sectores conservadores que apelaron a discursos basados en la normalización y el orden natural, como dispositivos de control y vigilancia, contra quienes se convierten en otredades. Así lo refleja una carta pública enviada por la Conferencia Episcopal de Costa Rica en relación con las Guías de Sexualidad Humana.

Para 1993 y 1999 el discurso contracultural continuó presente en las guías que el Ministerio de Educación Pública en conjunto con el Fondo de Población deseaba implementar en la instrucción costarricense. Sin embargo, la voluntad política no fue suficiente para la ejecución de esta guía.


No obstante, a finales de los noventa, nuevamente el Gobierno intenta desde el Despacho de la Primera Dama (Administración Rodríguez Echeverría 1998-2002) una iniciativa para capacitar a personal docente denominado Programa Amor Joven, que fue un instrumento elaborado para capacitar al personal docente a través de pilotajes; “esto significa que se seleccionarían zonas con mayor vulnerabilidad considerando criterios como embarazo adolescente y prevención del abuso sexual”. No obstante, fue altamente cuestionado por sectores sociales como la jerarquía de la Iglesia Católica, aunque esto solo fue una excusa ideológica, porque la realidad social y la necesidad de implementar un programa sobre sexualidad era indispensable, porque, según datos del Registro en 1999, “más de 15 mil adolescentes quedan embarazadas cada año”.


La población adolescente fue la principal víctima de la ausencia de una política y un programa sobre sexualidad, que la orientara sobre el empoderamiento de sus cuerpos y la toma de decisiones responsables a partir de conocimiento científico. Esto implicaba el empleo del condón, maternidades deseadas, paternidad responsable (los hombres deben aprender a ser padres y no solo un rol proveedores) y la visibilización de las nuevas identidades de género, así como una nueva lectura sobre la construcción de masculinidades y feminidades.


El 12 de junio del 2001, “el Consejo Superior de Educación aprobó la Política de Educación Integral de la Expresión de la Sexualidad Humana”.

Este documento establece que: “la educación de la sexualidad humana es un derecho y un deber primario de los padres y madres de familia; los centros educativos, por su parte, tiene la insoslayable obligación de atender esa educación subsidiaria”.

La esperada política sobre sexualidad fue elaborada en consenso con la jerarquía de la Iglesia Católica.

Existe una inquietante necesidad de entender la sexualidad desde un enfoque heterosexual; pero estableciendo los límites entre hombres y mujeres, definiendo sus alcances y cualidades esperadas.


Para inicios del 2011, la relación costo político sobre el contexto nacional, permitió que se creara el Programa de Educación para la Afectividad y Sexualidad Integral, dentro de la materia de ciencias del tercer ciclo que deja en evidencia dos aspectos: es una política que se establece solo como un mecanismo legitimador para que sea posible desarrollar acciones estructuradas sobre sexualidad y, en otro sentido, se continua con un juego político de poderes entre el Estado y los sectores sociales conservadores como la Iglesia Católica, donde la educación se convierte en un espacio de disensión. La sexualidad es un espacio de disputa por el control y subordinación de los cuerpos; pero, al mismo tiempo, es un poder que depende de la voluntad y la docilidad para ser objeto de ese poder.