viernes, 6 de septiembre de 2024

Aborto en Costa Rica parte 2

El mercado del aborto en Costa Rica en perspectiva histórica
(1900-2020). Una aproximación preliminar
Iván Molina Jiménez

(Parte uno aquí)


El nuevo interés por legalizar el aborto en 1973 

A inicios de 1973 revive el debate porque, en enero de ese año, la Corte Suprema de Estados Unidos, luego de años de movilización femenina, se pronunció en el sentido de que la Constitución protegía el derecho de abortar que tenía toda mujer embarazada (aquí la resolución y el cambio de criterio).

El 21 de septiembre de 1973, el ministro de Salubridad Pública, José Luis Orlich Bolmarcich (1918-2015), indidó que la práctica del aborto había crecido extraordinariamente, ya que solo en San José había “por lo menos 40 clínicas clandestinas, en las que las muchachas se someten a peligrosos tratamientos para eliminar embarazos no deseados” que se caracterizó por la práctica de “abortos clandestinos de todo tipo”, al extremo de que había médicos que lo hacían “en las casas”. Por tal razón, “vino una política de salud”, en la década de 1970, dirigida a “perseguir a esta gente”, ya que las “pacientes llegaban ya en muy mal estado, infectadas, y terminaban en cuidados intensivos”. Interrogado acerca de si estaba de acuerdo con legalizar el aborto en el país, Orlich cautelosamente respondió: “creo que nuestra Iglesia católica debe decir la última palabra sobre el particular. Considero que en última instancia la conciencia nacional ha de decir si debe legalizarse o no el aborto. Me limito a comentar, únicamente, que éste constituye ya un grave problema.

El abogado Enrique Vargas Soto (1973, p. 25) indicó que ya era “suficiente iniquidad la campaña de esterilización de la mujer” propiciada por el Ministerio de Salubridad Pública” en acto de las consignas de organismos internacionales como el Fondo de Población de las Naciones Unidas, para sumar el aborto “a la ola incendiaria de corrupción general, anarquía y desorientación voraz que mina al país”.

El médico y diputado por el Partido Republicano Nacional, Longino Soto Pacheco, afirmó que legalizar el aborto “sería un factor decisivo en el aumento de la prostitución”. Por su parte, el profesor Alberto Freer Jiménez asoció la legalización del aborto con el paganismo e insistió en que “en Cristo debemos tener el modelo al cual debemos seguir, sin hipocresías, y perfeccionándonos en la justicia, en el amor y así lograr una sociedad mejor para un mundo mejor”. La Conferencia Episcopal en un documento fechado el 26 de septiembre de 1973, procuró cerrar toda vía a un debate razonado, al calificar el aborto de “crimen espernible” y al repudiar aun aquel que era practicado “por razones terapéuticas.

Poco después, la parroquia de Tres Ríos reprodujo en un volante el “Diario de una niña que no nació”), un texto originalmente dado a conocer en inglés en Albany (Nueva York) en 1970 y, desde entonces, ampliamente utilizado para acusar de asesinas a las mujeres que abortaban. El 19 de octubre de 1973, Óscar Alfaro Rodríguez, viceministro de Salubridad Pública, indicó que los adversarios de la legalización del aborto podían estar tranquilos, ya que no había proyecto alguno “en tal sentido para ser puesto en conocimiento de la Asamblea Legislativa”. Con esa aclaración, en lo fundamental, finalizó el debate.


El mercado del aborto a finales de la década de 1970


En 1976, la entonces Dirección General de Estadística y Censos, como parte de la Encuesta Mundial de Fecundidad, recopiló información sobre las actitudes hacia el aborto en Costa Rica a partir de una muestra compuesta por 3.037 mujeres “no solteras” de 20 a 49 años. Al analizar esos datos, el investigador Luis Rosero Bixby encontró que casi la mitad de las encuestadas (49,2 por ciento) apoyaba el aborto por alguna razón: principalmente para salvar la vida (35,5 por ciento) o proteger la salud (23,9 por ciento) de la madre, y para evitar que naciera un niño “defectuoso” (28,1 por ciento). En contraste, las mujeres aprobaron poco el aborto en caso de incesto (17 por ciento), de violación (10,7 por ciento), de dificultades económicas para mantener al nuevo hijo (4,2 por ciento), de no desear al hijo por cualquier razón (3,2 por ciento) y de estar soltera y no querer casarse el hombre (1,7 por ciento).

Tales resultados evidenciaron que, en comparación con la propuesta de Siero de 1939, consolidaron su aceptación las justificaciones terapéuticas y eugenésicas del aborto, pero no las que se basaban en la violencia sexual ejercida contra la mujer, la falta de recursos, el libre albedrío femenino, la protección del honor y la estigmatización de la madre soltera y del hijo nacido fuera del matrimonio. 

Hubo casos en 1977 en Desamparados, Vargas Araya, Santa Ana y en las inmediaciones de la gasolinera La Castellana de clínicas clandestinas. 

De acuerdo con fuentes del OIJ, esa “clínica abortiva” (la de Vargas Araya) venía “operando desde hace bastante tiempo” y se conocía que los precios podían fluctuar “entre los cuatrocientos y los mil colones”, de acuerdo con las condiciones de la persona que solicitara el procedimiento. Según las autoridades, la anciana dirigía la clínica sola, “puesto que todo lo hacía dentro de su casa, en el mayor misterio” y, para asegurarse no ser delatada, únicamente aceptaba pacientes que eran recomendadas por “una tercera persona”, que ya estaba “siendo buscada por la policía. 

Iniciaban con mujeres que llegaban con hemorragias al hospital.

Comparados con las experiencias pasadas, esos casos evidenciaron tres cambios importantes: la activa participación de los médicos en la denuncia, la rápida intervención de las autoridades policiales y el papel jugado por los novios en procurar que las jóvenes abortaran, una iniciativa que pudo ser una respuesta a las disposiciones sobre paternidad introducidas en el Código de Familia de 1974.

Se insistió, además, criminalizar esa práctica, que fue definida por un alto oficial del OIJ como “pillaje e inmoralidad”, al tiempo que reconocía que “el negocio de los abortos” era “muy próspero, al grado de que podríamos descubrir una clínica por día, solamente en la capital”


De 1980 en adelante

Las primeras estimaciones del aborto inducido en el país las hizo María Isabel Brenes Varela (1994), quien calculó que, entre 1988 y 1991, podrían haberse realizado entre 6.500 y 8.500 procedimientos de ese tipo por año. Su investigación y otros estudios similares evidenciaron que tal práctica estaba por entonces decisivamente controlada por los médicos y la iniciativa de los médicos por denunciar públicamente las prácticas abortivas como lo hizo Orlich en 1973, o la colaboración con el OIJ a finales de la década de 1970 no solo respondían al interés de velar por la salud de las mujeres, sino a reafirmar su monopolio profesional y a acabar con la competencia de obstetras o enfermeras.

La Nación, 26 de noviembre de 1991
En julio de 1991 los diputados Nury Vargas Aguilar, Daniel Aguilar González y Carlos Castro Arias, del gobernante Partido Unidad Social Cristiana, Federico Vargas Peralta, del Partido Liberación Nacional y el médico Rodrigo Gutiérrez Sáenz de la coalición izquierdista Pueblo Unido, propusieron una reforma que legalizaba el aborto si la persona embarazada era menor de doce años, si estaba privada de la razón o incapacitada para resistir o se hubiera utilizado en su contra violencia corporal o intimidación. Rápidamente, la Iglesia católica y otros cultos cristianos, y diversas organizaciones femeninas, enviaron cartas y telegramas en contra y a favor del proyecto respectivamente. Frente a esa oposición, la diputada Vargas propuso, a finales de agosto, que se efectuara un plebiscito en el que solo participaran las mujeres para resolver si de despenalizaba la interrupción del embarazo, pero esta nueva iniciativa tampoco tuvo éxito, Al igual que ocurrió en 1939, la controversia de 1991 se concentró en la dimensión legal, moral y religiosa del asunto, y tendió a dejar de lado la cuestión del mercado del aborto.

Entre la derrota de la propuesta de la legisladora Vargas y la primera década del siglo XXI, el mercado del aborto experimentó una expansión sin precedente, propiciada por el inicio cada vez más temprano de la actividad sexual, evidenciado en el creciente número de embarazos adolescentes.

Cristián Gómez Ramírez, en el año 2007, estimó que el número de abortos inducidos osciló entre un mínimo de 19.000 y un máximo de 35.000, con una media de 27.000 casos. También encontró que quienes se lo practicaban en el sector privado eran mujeres menores de 25 años, con estudios secundarios o superiores, de áreas urbanas y solteras; en contraste, quienes recurrían a los hospitales y clínicas estatales tenían una escolaridad menor. Además, determinó que las pacientes pobres recurrían mucho más al aborto autoinducido por lo que presentaban mayores complicaciones y requerían ser hospitalizadas con más frecuencia. Finalmente, halló que el método principal para interrumpir el embarazo eran los productos abortivos (Misoprostol vaginal y oral), con los procedimientos quirúrgicos en un segundo plano y solo excepcionalmente mediante el uso de sondas, palos, alambres, ganchos y gazas.

Acerca de este asunto, Gómez (2008) documentó que el personal médico, tanto en el sector privado como en el público, estaba altamente de acuerdo en practicar el aborto en casos de violación y de malformaciones incompatibles con la vida, y medianamente si la persona embarazada era una niña o padecía de enfermedades graves; pero solo mínimamente respaldaba la legalización del aborto.

Las estimaciones de todos los abortos realizados en el país y las cifras de personas que requirieron atención en el sistema estatal de salud por complicaciones habidas luego de efectuado el procedimiento, entre 1997 y el 2017, contrastan con el bajo número de acusaciones presentada en el decenio 2009-2018 ante el Ministerio Público: 253 denuncias por aborto, para un promedio anual de 25 casos; además, solo cuatro mujeres fueron condenadas.

Al comparar estos datos con los de 1976, la proporción de mujeres que aprueban el aborto por razones de violencia sexual parece no haber variado significativamente, si en esta categoría se suman las que a mediados de la década de 1970 lo aprobaban por motivos de incesto y violación. Puesto que el porcentaje de varones que aprueba el aborto en casos de violencia sexual superó ampliamente al de las mujeres, pareciera que conservadurismo cultural femenino está más arraigado que el masculino

Cambio en motivación: Durante la mayor parte del siglo XX, la principal razón para abortar fue preservar el honor femenino, en vista de la implacable estigmatización que experimentaban las madres solteras y los hijos nacidos fuera del matrimonio. Sin embargo, había parejas casadas que también decidían interrumpir el embarazo como una forma de control de la natalidad, aunque esta dimensión del fenómeno está, por ahora, mucho menos documentada. En las décadas de 1970, 1980 y 1990, a medida que la actividad sexual iniciaba a edades cada vez más tempranas y se incrementaba el número de embarazos adolescentes, la principal motivación para abortar fue el interés de las mujeres por poder continuar con sus proyectos académicos y laborales.