sábado, 7 de septiembre de 2024

LECTORES, REPRESENTACIONES Y PRÁCTICAS parte 2

(parte 1 aquí) (parte 3 aquí)

Roger Chartier


LAS PRÁCTICAS URBANAS DEL IMPRESO, 1660-1780


Una vez escrito y salido de las prensas, el libro, sea el que sea, es susceptible de una multitud de usos. Durante demasiado tiempo, una necesaria sociología de la desigual repartición del libro ha enmascarado esa pluralidad del libro y ha hecho olvidar que el impreso siempre queda cogido en una red de prácticas culturales y sociales que le dan sentido.

De esta forma, entre mediados del siglo XVII y el final del AntÍguo Régimen, en las ciudades francesas se definen varios estilos de lecturas, diversas prácticas deI impreso. Para captarIas, una precaución y una intención directriz. Primero la precaución: consiste en no olvidar que la producción impresa no se reduce, ni mucho menos, a la condición de libros.

La intención directriz: trata de caracterizar las prácticas de lectura a partir de una tensión central entre el fuero privado y espacios colectivos. En efecto, la circulación del impreso se ha entendido durante demasiado tiempo como su apropiación privada, identificable mediante el estudio de las colecciones particulares.

El inventario tras fallecimiento sólo es hecho por una parte de la población, y la descripción de los libros poseídos es a menudo muy incompleta, centrándose en las obras de precio,y estimando por lotes o paquetes los de escaso valor. Además, la significación del libro poseído sigue siendo incierta.

El caso parisino permite también establecer dos reglas que apenas sufren dos excepciones: cuanto más elevada es la fortuna media de una categoría social, mayor es el porcentaje de sus miembros poseedores de libros y el estado y la fortuna determinan también el número de los libros poseídos.

En la segunda mitad del siglo XVII, en la capital, el umbral de las cien obras raramente es alcanzado por los comerciantes o burgueses, mientras que es franqueado una vez de cada dos por las colecciones de los gentilhombres y constituye la norma de las bibliotecas de las gentes de toga.

Viendo por estamentos, veamos el clero: En la producción del libro, tal como la revelan los permisos públicos, la teología se desmorona entre 1723 y 1727 y 1784-1788, retrocediendo deI 34 aI 8,5%. Por otra parte, conservadoras, más todavía en provincias que en París, las bibliotecas eclesiásticas registran los progresos de la reforma católica y se homogeneizan en torno a algunos conjuntos mayores. Ciertos libros específicos son ordenados adquirir y esto causa una fuerte diferencia entre las generaciones clericales, oponiendo a los clérigos formados después de 1660, en la edad de los seminarios, y a quienes les preceden; y por otro lado, acerca a los clérigos de las ciudades y a los clérigos de los campos cuyas bibliotecas, modeladas por las listas tipo de los obispos, presentan grandes semejanzas.

En cuanto a la nobleza, una parte, a veces grande, de los nobles no posee biblioteca. La indigencia (relativa) de las viudas, de los hijos menores de familia, de la nobleza «pobre» lo explica sin duda, pero también un acceso fácil a las colecciones de los parientes, de los protectores, de las administraciones, que puede dispensar de la constitución de una biblioteca personal. Hace más diferencia si son abogados: en vísperas de la Revolución, si la mitad de las bibliotecas de gente de leyes tienen en ese momento más de 300 volúmenes, sólo la cuarta parte de las bibliotecas de nobles titulados cuentan con ese número. En los temas se reduce drásticamente la antigüedad de 22% en 1696 a 6% en 1787; literatura pasa de 15% a 44% en ese mismo período. Evoluciones semejantes parecen marcar sin embargo las lecturas de las noblezas urbanas, sean de París o de provincias, afirmando en todos lados un claro distanciamiento respecto al libro de religión, la primacía de la historia y de la literatura, la escasa acogida dada a las ciencias y artes.

Tenemos ahí signos de una ampliación de las lecturas populares, que hallará confirmación aI margen del tratamiento en serie de los inventarios tras fallecimiento. 

Una vez poseído, el libro debe ser colocado. Los más modestos: Colocado en cualquier sitio, con frecuencia se lleva sobre uno mismo. Cuando el número de libras poseídos aumenta un poco, se vuelve necesario un mueble para ordenarlos. Esos muebles expresan preocupación por la conservación, pero también decorativa y distintiva. Alojan sus colecciones en una o varias habitaciones especialmente consagradas a la conservación y a la consulta de las obras. Tal costumbre es cosa sólo de los más ricos, propietarios de un palacete particular, o de los mayores coleccionistas de libros. También hay casos de gabinetes de estudio, como piezas separadas a las que uno se retira.

Tener presente las distintas dimensiones, pues se refiere como in-12 o in-16.

Un primer uso, tan antiguo como el libro mismo, es el del préstamo, lo que se evidencia en la correspondencia. Hay indicios de un hábito de préstamos a los feligreses, hábito tal vez agudizado por una sensibilidad jansenista.

En eI transcurso dei siglo XVIII se abre con mayor amplitud que antes otra posibilidad para los lectores que no tienen libros en propiedad, o no tienen suficientes: las bibliotecas públicas: oficiales, privadas, de gremios o de órdenes o congregaciones.Hay casos de donaciones póstumas con la condición de acceso al público.

A pesar de la existencia de bibliotecas, había algunas barreras de acceso, por eso nacen los gabinetes de lectura. A partir de los años 1770 sobre todo son muchos los libreros que duplican su comercio con un «gabinete literario», aI que se puede uno abonar para ir a leer las novedades. Las ventajas de rales gabinetes de lectura son recíprocas Los lectores pueden leer en ellos sin comprar, y, sobre todo, encontrar por un precio de suscripción accesible las «obras filosóficas editadas en gran cantidad en las fronteras deI reino. Los libreros, por su parte, pueden consolidar el negocio. Y a diferencia de las bibliotecas, que abren sus puertas con tacañería y que a menudo están mal calentadas y mal iluminadas la cámara de lectura es un lugar confortable, claro, que abre todos los días -incluso los festivos tras los oficios. Las sociedades literarias que proliferan a partir de mediados de siglo, y sobre todo con posterioridad a 1770, se dotan de bibliotecas, compran libros nuevos y periódicos franceses y extranjeros. En algunas de ellas es la lectura misma de los libros puestos a disposición de los socios lo que alimenta el intercambio culto.

Para los más desfavorecidos hay otras formas de arriendo deI impreso. Desde el reinado de Luis XIV, varios libreros parisienses alquilan así, in situ, delante de la tienda, pliegos y gacetas.

En los veinte últimos años del Antiguo Régimen, la reflexión sobre la lectura pública se vuelve central en el pensamiento reformador.

En su utopía (o, mejor, ucronía) de 1711, L 'An 2440, Mercier expone que el libro puede ser tanto obstáculo como apoyo en la búsqueda de la verdad e imagina una pira futurista de libros malos quemados. En el lado opuesto del sueño depurador de Mercier se sitúan los proyectos tesaurizadores de Etienne-Louis Boullée de los años 1784-1785, imagina que los libras, ordenados en las tabicas de las gradas y detrás de la columnata, están aI alcance de los lectores que pasan delante de ellos, y son fácilmente comunicables «por personas situadas en diversas filas y distribuidas de forma que los libros pasen de mano en mano entre ellos».

La lectura de Molière, c.1730
Jean François de Troy

Incluso cuando no es ni femenina ni novelesca, la lectura representada en el siglo XVlIl es lectura de intimidad, el papel del libro en el retrato masculino se encuentra desplazado de ella y comienza a haber diversas representaciones plásticas de esa intimidad de lectura.

EI mobiliario del siglo XVIlI ofrece los soportes adecuados a la lectura de intimidad: a poltrona, dotada de brazos y provista de cojines, la chaise longue o canapé y el canapé quebrado con su taburete separado son otros tantos asientos nuevos en que el lector, y más a menudo la lectora, puede instalarse cómodamente y abandonarse al placer del libro. ¿Indica esa reacción de finales de siglo la toma de conciencia de una evolución de! estilo de lectura que habría hecho pasar a las élites occidentales de una lectura intensiva, reverencial, a una lectura extensiva, desenvuelta, y contra la que habría que reaccionar?

En el transcurso del siglo XVIII, el incremento observado en todas partes del tamaño de las bibliotecas, el acceso más fácil a colecciones públicas y el uso del libro alquilado modificaron sin duda ese antiguo estilo de leer. Otros sectores siguen pensando que leer es algo serio, solemne, no frívolo. A esta representación de la lectura de la individualidad, los hombres del siglo XVIII opusieron otra: aquella en que una palabra mediadora se hace lectora para los iletrados o los mal letrados.

De Greuze a Rétif se construye un mismo motivo: en una sociedad rural patriarcal y homogénea, la lectura en voz alta, hecha en la velada por el jefe de casa o el niño, enseña a todos los mandamientos de la religión y las leyes de la moral.

EI impreso circula ampliamente sin duda en las campiñas francesas del siglo XVIII, pero eso no significa que sea masivamente difundido por una palabra mediadora y nocturna.

Otro material impreso, muy presente en la ciudad, puede implicar la meditación de un lector en voz alta para quienes saben leer poco o mal: el cartel. Oficial o religioso.

En tiempos de crisis, el cartel puede tomar un alcance distinto, sedicioso y manuscrito. A partir de entonces, el cartel no sirve ya a la administración o aI comercio, sino que expresa la protesta.

Todavía en el siglo XVIII la lectura culta puede ser lectura de grupo o lectura en voz alta (como se ve en La lectura de Molière, c.1730, Jean François de Troy)

Desde mediados del siglo XVII, como antes, moviliza el mismo imaginario colectivo, fascinado por las catástrofes naturales, las maravillas y los monstruos, los prodigios celestes, los hechos milagrosos y los crímenes abominables. La temática que impera en el siglo XVI no se modifica apenas, pero, sin embargo, a finales deI siglo XVIl, las formas más humildes de entre los ocasionales evolucionan algo.

El canard también puede suscitar toda una gama de gestos deI fuero privado. Después de haber sido leído, a veces es recortado y la imagen que contiene pegada a la crónica personal.

También se encuentran en los interiores populares otros impresos, que no son libros ni librillos, sino simples hojas. Por ejemplo, las imágenes volantes. En París, en 1700, cuando sólo el 13% de los asalariados poseen uno o varios libros, el 56% poseen imágenes, y en 1780 los porcentajes son respectivamente del 30% y del 61%.

Distribuida anualmente a los cofrades, pegada sobre las paredes del hogar o del taller, una imagen, con escaso texto, sirve sin duda de soporte sensible a las devociones exigidas por los estatutos de la cofradía. Hay con otros motivos, como sacramentos. En todos estas casos o casi en todos estos casos, el impreso de la intimidad popular fija eI recuerdo de un momento importante de la vida.

Juega con el doble registro de la Imagen del texto cosa que autoriza los desciframientos plurales, y articula utilidad y finalidad cristianizadora.

El siglo ampliamente superado que separa los años 1660 de los años 1780 ve de forma irrefutable un incremento de los públicos del libro.

Este proceso de difusión del impreso no avanza sin perturbar las antiguas diferencias. Ya no es un bien raro, por lo que pierde su valor simbólico, y la lectura que lo consume se vuelve en todos algo más desenvuelta.