(Parte dos aquí)
Roger Chartier
LECTORES CAMPESINOS EN EL SIGLO XVIII
Algunos han cogido la pluma para contar la historia de su vida, y, al hacerlo, recordar sus primeros encuentros con los libros. El testimonio debe ser descifrado en primer lugar como una presentación de sí mismo, modelada a la mayor distancia social y cultural, vinculada a una trayectoria excepcional. Muy raras, poco locuaces, productos de circunstancias particulares, las historias de vida no bastan pues para restituir las lecturas campesinas del siglo XVIII.
El cuestionario dei párroco de Emberménil, diputado en la Asamblea Nacional al abate Grégoire (el cual a su vez pregunta a otros y aporta las respuestas), aborda preguntas directas, pero hay que tener presente que no hay investigaciones de campo, apoyadas en una intención etnográfica, sino una mezcla compleja de saber y de familiaridad, de estereotipos antiguos y de imágenes de moda, de cosas vistas y de textos leídos.
Hay obstáculos aún no soslayados. En primer lugar, la mediocre circulación de los libros en las campiñas: «El pueblo tendría sin duda alguna gusto por la lectura y si hubiera libros consagraría a eIla muchos momentos que no puede consagrar a sus trabajos preciosos», escribe el abate Fonvielhe, párroco constitucional de Dordogne (20 de enero de 1791). Segundo obstáculo a la lectura deseada: la imposibilidad de instruirse por falta de instructores. «A las gentes del campo les gusta mucho la lectura, y, si no mandan instruir a sus hijos, es porque no tienen maestros de escuela» (Bernardet, párroco de Mazille en la diócesis de Mâcon, 28 de diciembre de 1790).
En esta representación, el libro deI pueblo agrícola es, ante todo, religioso. Todas las respuestas que mencionan los libros, salvo tres únicamente (las de los Amigos de la Constitución de Mont-de-Marsan y de Perpinán y la del canónigo Hennebert), indican la presencia de obras de piedad o de libros de iglesia.
Jean Baptiste Greuze El padre de familia lee la Biblia a sus hijos》 |
Al lado de los libros piadosos, los de la Bibliothèque bleue.
Tenemos, pues, dos constataciones: el predominio de los almanaques impresos en el extranjero sobre los deI antiguo fondo troyano y la circulación de los mismos títulos de norte a sur deI reino, incluso aunque procedan de Suiza o de los Países Bajos austríacos.
Encontramos formulada, por tanto, una pregunta doble: ¿cómo evitar que la corrupción por el saber sustituya a la corrupción que acarrea la ignorancia? ¿Cómo hacer para que el libro sea fuente de ejemplos imitables, y no de depravaciones nuevas? La selección entre las obras útiles y patrióticas y las que no lo son y que de su distribución se hagan cargo hombres esclarecidos o el Estado mismo son las respuestas sugeridas que amplificará el informe de Grégoire.
Los vendedores ambulantes no son los únicos que introducen libras entre los campesinos; también lo hacen otros, pero para otras mercancías: Entre sus manos, hasta cierta edad, sólo se encuentran los libros de que he hablado antes [libros de devoción prestados o dados por los párrocos].
Resulta difícil decir en qué literatura piensan con exactitud los patriotas bresanos, tal vez en las novelas pornográficas que imprimían fuera de las fronteras las sociedades tipográficas extranjeras, tal vez en los libelos obscenos citados por MoreI en su respuesta. Ver los libros de Sade.
También revelan formas diferentes de leer como repetir pasajes, la lectura intensiva de frecuentes relecturas de un pequeñísimo número de libros, por la memorización de sus textos, y la lectura grupal didáctica en familia (ver pintura de Jean Baptiste Greuze 《El padre de familia lee la Biblia a sus hijos》
De las muchas respuestas al cuestionario, lo que dicen resulta por tanto una mezcla compuesta, en proporciones desiguales y variables según los casos, de cosas vistas, de observaciones hechas sobre eI terreno, corno juez, como párroco, corno viajero, y de cosas leídas, de reminiscencias [literarias, de clichés de moda.
Hay preocupaciones: «Desde la Revolución, los aldeanos han sustituido esas lecturas por las de los papeles de la época, que compran cuando su antigüedad hace que sean ofrecidos a buen precio. La juventud también ha sustituido los cánticos por las canciones patrióticas» (Bernadau, diciembre de 1790 o enero de 1791).