Woolf, Daniel. A Concise History of History. Global Historiography from Antiquity to the Present. Cambridge: Cambridge University Press, 2019.
Historia al servicio de las naciones
En época en que la lealtad era a su nación, surgió el nacionalismo moderno con heroísmo pasado, construcción de estatuas, sitios de memoria y la invención de la tradición. Escritos del británico Edward Augustus Freeman (1823-1892) o el profesor berlinés Heinrich von Treitschke (1834-1896) son ejemplos.
Luego de las guerra napoleónicas, la dirección general del pensamiento histórico en las primeras décadas del siglo XIX se alejó de las grandes teorías y las historias especulativas del mundo, y se acercó a la narración sobre el individuo heroico y la nación, lo que era compatible con una concepción de la historia que también enfatizaba la agencia colectiva de la nación en su conjunto.
Historiadores franceses de mediados del siglo XIX como François Guizot (1787-1874) y Adolphe Thiers (1797-1877) postularon que su país había tenido un pasado unificado, mientras que su contemporáneo más radical, Jules Michelet (1798-1874), orientó a los lectores a la historia, pero su reputación declinó en la última parte del siglo ante el culto a la objetividad y el predominio de la historia política, para revivir en el XX cuando el péndulo volvió a oscilar hacia el estudio de la cultura y la sociedad.
La formación de nuevos países o la necesidad de autonomía produjo una necesidad urgente de establecer, por un lado, la forma de un pasado nacional y, por el otro, la capacidad de articularlo en forma escrita o monumental. Las luchas recientes por la independencia fueron injertadas en una narrativa general más amplia que incluía conflictos con opresores externos mucho más antiguos, de la época medieval.
La historia nacionalista podía ser extraordinariamente miope y (a pesar de todos sus gestos a favor del folclore y la tradición heredada) aristocrática en su voz: ¿no eran los grandes héroes del pasado abrumadoramente nobles y monarcas, en lugar del hombre común?
Entre los legados historiográficos más duraderos del nacionalismo se encuentran algunas de las instituciones que asociamos con la disciplina moderna. A menudo, aunque no siempre, esta institucionalidad se centraba en las academias nacionales y, especialmente, en las universidades, cuya historiografía académica gradualmente marginaría el tipo de escritura de la historia asociado, por un lado, con aficionados de clase alta y, por el otro, con el mito fundacional, cada vez más sospechoso, y la falsedad sin base documental.
La historiografía nacionalista estadounidense había surgido con bastante rapidez después de su independencia de Gran Bretaña, ya que los historiadores de la república temprana, como Mercy Otis Warren y David Ramsay (1749- 1815), narraron el surgimiento de Estados Unidos como una nación libre construida sobre valores democráticos.
Tal vez en ninguna parte fue más clara la eficacia de la historia en el establecimiento de nuevos estados como en la parte sur de América, la mayoría de cuyos territorios continentales se emanciparon del dominio europeo directo a mediados de siglo, en medio de numerosas guerras de independencia y posteriores conflictos internos.
Disciplinar el pasado: profesionalización, imperialismo y ciencia, 1830-1945
Si la primera mitad del siglo XIX en Occidente se caracteriza por una escritura histórica literaria, en una vena romántica y nacionalista, la segunda mitad puede destacarse por un rápido crecimiento de lo que laxamente puede llamarse ‘profesionalización’. Aunque esta última también tenía aspectos nacionalistas, se asocia no solo con la ‘nación’ en un sentido étnico o lingüístico, sino también con el surgimiento del moderno ‘Estado-nación’ y su aparato político-burocrático.
Durante las décadas centrales y finales del siglo, a raíz de una nueva oleada de revoluciones en 1848 y un segundo imperio napoleónico, el liberalismo romántico de la independencia nacional y los movimientos de unificación retomó, en gran parte de Europa, un conservadurismo institucional dedicado una vez más a la preservación, la consolidación y la estabilidad social.
Entre los cambios más significativos que afectaron específicamente a la emergente profesión histórica cabe señalar, en particular, los siguientes: el apoyo estatal a la actividad histórica, incluidos programas de publicación específicos; la expansión de los sistemas universitarios y el establecimiento en muchos de ellos, para finales de siglo, de entrenamiento formal en estudios históricos; la introducción de doctorados que incluían un componente de investigación; la sistematización de los sistemas públicos de registro; el advenimiento de nuevas asociaciones profesionales, a menudo acompañadas de un nuevo estilo de publicación periódica erudita y revisada por pares; una continuación de la publicación de documentos de archivo, ahora a menudo bajo el patrocinio del gobierno y con estándares cada vez más rigurosos de precisión; y, por último, la convergencia sistemática de habilidades eruditas que habían madurado durante los tres siglos anteriores (paleografía, diplomacia, numismática y epigrafía) dentro de una ciencia histórica global (Geschichtswissenschaft).
Muchos de los historiadores que adoptaron puntos de vista anticlericales en lo que respecta a la influencia de la Iglesia en los asuntos seculares continuaron tomándose muy en serio sus creencias personales.
El gran transformador: Ranke y su influencia
Leopold von Ranke (1795-1886) tampoco era ateo, sino un protestante devoto que creía que su investigación documental sobre el pasado podría proporcionar una visión del plan divino para la humanidad y contaba a Martín Lutero entre sus inspiraciones intelectuales más importantes. De alguna manera, el gran logro de Ranke sería fusionar los métodos filológicos de vanguardia de Niebuhr con el sentido del desarrollo histórico de Savigny (y la relatividad de cada época) y aplicarlos al estudio de la historia política posterior a 1500.
Ranke no veía ninguna contradicción entre su atención a la particularidad de la historia, desplegada a través de una atención meticulosa y minuciosa a un solo documento, y las interrelaciones entre los hombres y las naciones, entre las naciones mismas y entre todo lo anterior y Dios. El Estado, la unidad política fundamental de sus narrativas (que abarcaba algo más que el simple gobierno), era preeminentemente digno de estudio –no por sí solo, sino como el canal a través del cual se accedía al pasado de la ‘nación’ más amplia. A Ranke se le asocia con la idea de que el deber primordial del historiador es relatar el pasado wie es eigentlich gewesen –tal como realmente sucedió, sin juicios ni ornamentación, lo cual no es nada original, ya desde Tucídides se decía eso.
Las instituciones de la historia y los inicios de la ‘profesión’ en Europa y América del Norte
El objetivo general de la historia siguió siendo la educación y no la investigación por sí misma. De hecho, a finales de siglo la historia en las universidades británicas se había convertido en el programa supremo de adoctrinamiento para que los jóvenes asumieran los deberes del imperio, junto con los privilegios y derechos de clase.
La metodología europea occidental se convirtió en la clave para establecer, con base en evidencia, el genio del pueblo ruso. Al otro lado del Atlántico, los estudiantes estadounidenses acudían con mayor frecuencia a Alemania, regresando a casa para dar clases de historia en universidades y otras instituciones de educación superior de Estados Unidos. El mantra de la ‘objetividad’ recitado en la historiografía estadounidense durante muchas décadas se atribuye a menudo a la importación de una versión ingenua del rankeanismo, el cual presentaba a Ranke como un ídolo mientras malinterpretaba o descuidaba los aspectos más sutiles de su pensamiento (aunque el grado en que este fue el caso ha sido cuestionado por los historiógrafos estadounidenses más recientes). De hecho, el mito de Ranke era mucho más poderoso en Estados Unidos que sus métodos.
Lo que resultaba más atractivo era el aura de ‘profesionalismo’ resultante de la ambición de lograr una erudición objetiva y libre de valores, y Alemania parecía proporcionar el modelo más avanzado para ambas.
Surgen en esa época las revistas de historia. Curiosamente, en varios casos las revistas fueron iniciadas por personas relativamente marginales que buscaban alterar la práctica de la erudición histórica en su país. Los innovadores pronto se convertirían en iniciados, guardianes conservadores de la ortodoxia historiográfica, la ‘objetividad’ y los métodos ‘sólidos’; nuevos rebeldes engendrarían entonces espacios disidentes o rivales para publicar trabajos sobre temas previamente excluidos.
Si las nuevas revistas representaban la vanguardia de la investigación histórica (con un fuerte enfoque en los pasados nacionales, propios o ajenos), la pedagogía histórica, en la retaguardia, era asistida por manuales, que eran la expresión más inocente de la confianza en la evidencia que estaba en la raíz de la historia científica –una creencia en la sólida base documental y el avance continuo del conocimiento histórico a través de la crítica de las fuentes, sin reducir todo el conocimiento humano a las ciencias naturales.
Las alternativas culturales y sociales a Ranke
El siglo XIX presentó algunas alternativas a Ranke (Comte y Marx entre ellos), a la historiografía europea centrada en el Estado y a las limitaciones metodológicas de ambos. Estas alternativas proporcionaron una ruta para que las preocupaciones de la Ilustración continuaran en los siglos XX y XXI. Jacob Burckhardt (1818-1897), un historiador suizo practicó, aunque no inventó, una forma de investigación histórica conocida como Kulturgeschichte (historia cultural), y desafió las convenciones de la disciplina emergente evitando la narrativa al desarrollar una serie de ensayos reflexivos sobre diferentes aspectos del Renacimiento. El gran historiador francés de mediados del siglo XIX, Numa Denis Fustel de Coulanges (1830-1889) ofreció otra alternativa. Este fue un impresionante erudito, que se inscribe en una tradición sociológica de la historia que se extiende desde Comte hasta Max Weber.
Karl Lamprecht (1856-1915), puso en duda la utilidad de la historia concebida como el relato sobre líderes y acontecimientos particulares, en contraposición con grupos más amplios, e invocó la necesidad de una alianza con las incipientes ciencias sociales, incluida la psicología. También argumentó que la cultura era la expresión externa de la psique colectiva de un pueblo (Volksseele) y el curso de la historia era su producto.
Las ideas de Lamprecht, al igual que la hostil respuesta que recibieron, fueron producto de las tensiones que quedaron sin resolver a finales del siglo XIX entre la historia y la filosofía, por un lado, y varias ramas del conocimiento vecinas más nuevas, como la psicología, la economía, la antropología y la sociología –las ciencias sociales modernas. Del mismo modo, los historiadores económicos estaban dirigiéndose (sin la ayuda de Marx) a la historia de la cultura material, la industria e incluso el trabajo. Con Nietzsche vino un gran cambio pues su enfoque ‘genealógico’ del pasado buscaba en tiempos pretéritos los orígenes de fenómenos tales como la moral moderna o la razón, y sus transiciones y alteraciones históricas. Si bien llegó a creer, contrariamente a su formación filológica, que ningún relato del pasado podía representar ‘de manera realista’ ese pasado, no negó que el pasado en sí mismo fuera real, o que los intentos de lograr relatos persuasivos sobre él fueran inútiles.
En Usos y desventajas, Nietzsche dividió a los historiadores en tres tipos diferentes, y los llama respectivamente el monumental (escribe la historia convencional de los ‘grandes hombres’ y sus logros, pero su utilidad como fuente de ejemplos relevantes es limitada, porque no hay dos instancias de grandeza iguales), el anticuario (recupera los detalles del pasado indiscriminadamente, buscando el valor en todo y las conexiones entre todo y ocasiona osificación o momificación) y el crítico (lleva al pasado ante el tribunal del presente, ‘examinándolo escrupulosamente y finalmente condenándolo’).
Para Nietzsche, que conocía muy bien las ambigüedades de las fuentes, el historiador no puede, en ningún caso, representar el pasado objetivamente, ya que él mismo está poseído de valores que lo impulsan a estudiar una cosa en lugar de otra, y también está sujeto a motivos e impulsos psicológicos, a menudo inconscientes, que filtran su pensamiento en direcciones particulares. Además, una objetividad absoluta en la historia no sería muy útil, si fuera realmente posible, porque cada individuo debe ser libre de extraer lo que necesita de la historia para enfrentarse a la vida, la cual solo experimentan los individuos subjetivos.