sábado, 7 de septiembre de 2024

LECTORES, REPRESENTACIONES Y PRÁCTICAS parte 3

(Parte dos aquí)

Roger Chartier


LECTORES CAMPESINOS EN EL SIGLO XVIII


Algunos han cogido la pluma para contar la historia de su vida, y, al hacerlo, recordar sus primeros encuentros con los libros. El testimonio debe ser descifrado en primer lugar como una presentación de sí mismo, modelada a la mayor distancia social y cultural, vinculada a una trayectoria excepcional. Muy raras, poco locuaces, productos de circunstancias particulares, las historias de vida no bastan pues para restituir las lecturas campesinas del siglo XVIII.

El cuestionario dei párroco de Emberménil, diputado en la Asamblea Nacional al abate Grégoire (el cual a su vez pregunta a otros y aporta las respuestas), aborda preguntas directas, pero hay que tener presente que no hay investigaciones de campo, apoyadas en una intención etnográfica, sino una mezcla compleja de saber y de familiaridad, de estereotipos antiguos y de imágenes de moda, de cosas vistas y de textos leídos.

Hay obstáculos aún no soslayados. En primer lugar, la mediocre circulación de los libros en las campiñas: «El pueblo tendría sin duda alguna gusto por la lectura y si hubiera libros consagraría a eIla muchos momentos que no puede consagrar a sus trabajos preciosos», escribe el abate Fonvielhe, párroco constitucional de Dordogne (20 de enero de 1791). Segundo obstáculo a la lectura deseada: la imposibilidad de instruirse por falta de instructores. «A las gentes del campo les gusta mucho la lectura, y, si no mandan instruir a sus hijos, es porque no tienen maestros de escuela» (Bernardet, párroco de Mazille en la diócesis de Mâcon, 28 de diciembre de 1790).

En esta representación, el libro deI pueblo agrícola es, ante todo, religioso. Todas las respuestas que mencionan los libros, salvo tres únicamente (las de los Amigos de la Constitución de Mont-de-Marsan y de Perpinán y la del canónigo Hennebert), indican la presencia de obras de piedad o de libros de iglesia.

Jean Baptiste Greuze
El padre de familia lee la Biblia a sus hijos》
El contraste entre protestantes y católicos: «Los párrocos tienen pocos libros, y a los campesinos les gusta poco la lectura; los calvinistas, que son muy numerosos, son muy propensos a procurarse la Biblia» (18 de febrero de 1792)

Al lado de los libros piadosos, los de la Bibliothèque bleue.

Tenemos, pues, dos constataciones: el predominio de los almanaques impresos en el extranjero sobre los deI antiguo fondo troyano y la circulación de los mismos títulos de norte a sur deI reino, incluso aunque procedan de Suiza o de los Países Bajos austríacos.

Encontramos formulada, por tanto, una pregunta doble: ¿cómo evitar que la corrupción por el saber sustituya a la corrupción que acarrea la ignorancia? ¿Cómo hacer para que el libro sea fuente de ejemplos imitables, y no de depravaciones nuevas? La selección entre las obras útiles y patrióticas y las que no lo son y que de su distribución se hagan cargo hombres esclarecidos o el Estado mismo son las respuestas sugeridas que amplificará el informe de Grégoire.

Los vendedores ambulantes no son los únicos que introducen libras entre los campesinos; también lo hacen otros, pero para otras mercancías: Entre sus manos, hasta cierta edad, sólo se encuentran los libros de que he hablado antes [libros de devoción prestados o dados por los párrocos].

Resulta difícil decir en qué literatura piensan con exactitud los patriotas bresanos, tal vez en las novelas pornográficas que imprimían fuera de las fronteras las sociedades tipográficas extranjeras, tal vez en los libelos obscenos citados por MoreI en su respuesta. Ver los libros de Sade.

También revelan formas diferentes de leer como repetir pasajes, la lectura intensiva de frecuentes relecturas de un pequeñísimo número de libros, por la memorización de sus textos, y la lectura grupal didáctica en familia (ver pintura de Jean Baptiste Greuze 《El padre de familia lee la Biblia a sus hijos》

De las muchas respuestas al cuestionario, lo que dicen resulta por tanto una mezcla compuesta, en proporciones desiguales y variables según los casos, de cosas vistas, de observaciones hechas sobre eI terreno, corno juez, como párroco, corno viajero, y de cosas leídas, de reminiscencias [literarias, de clichés de moda.

Hay preocupaciones: «Desde la Revolución, los aldeanos han sustituido esas lecturas por las de los papeles de la época, que compran cuando su antigüedad hace que sean ofrecidos a buen precio. La juventud también ha sustituido los cánticos por las canciones patrióticas» (Bernadau, diciembre de 1790 o enero de 1791).


LECTORES, REPRESENTACIONES Y PRÁCTICAS parte 2

(parte 1 aquí) (parte 3 aquí)

Roger Chartier


LAS PRÁCTICAS URBANAS DEL IMPRESO, 1660-1780


Una vez escrito y salido de las prensas, el libro, sea el que sea, es susceptible de una multitud de usos. Durante demasiado tiempo, una necesaria sociología de la desigual repartición del libro ha enmascarado esa pluralidad del libro y ha hecho olvidar que el impreso siempre queda cogido en una red de prácticas culturales y sociales que le dan sentido.

De esta forma, entre mediados del siglo XVII y el final del AntÍguo Régimen, en las ciudades francesas se definen varios estilos de lecturas, diversas prácticas deI impreso. Para captarIas, una precaución y una intención directriz. Primero la precaución: consiste en no olvidar que la producción impresa no se reduce, ni mucho menos, a la condición de libros.

La intención directriz: trata de caracterizar las prácticas de lectura a partir de una tensión central entre el fuero privado y espacios colectivos. En efecto, la circulación del impreso se ha entendido durante demasiado tiempo como su apropiación privada, identificable mediante el estudio de las colecciones particulares.

El inventario tras fallecimiento sólo es hecho por una parte de la población, y la descripción de los libros poseídos es a menudo muy incompleta, centrándose en las obras de precio,y estimando por lotes o paquetes los de escaso valor. Además, la significación del libro poseído sigue siendo incierta.

El caso parisino permite también establecer dos reglas que apenas sufren dos excepciones: cuanto más elevada es la fortuna media de una categoría social, mayor es el porcentaje de sus miembros poseedores de libros y el estado y la fortuna determinan también el número de los libros poseídos.

En la segunda mitad del siglo XVII, en la capital, el umbral de las cien obras raramente es alcanzado por los comerciantes o burgueses, mientras que es franqueado una vez de cada dos por las colecciones de los gentilhombres y constituye la norma de las bibliotecas de las gentes de toga.

Viendo por estamentos, veamos el clero: En la producción del libro, tal como la revelan los permisos públicos, la teología se desmorona entre 1723 y 1727 y 1784-1788, retrocediendo deI 34 aI 8,5%. Por otra parte, conservadoras, más todavía en provincias que en París, las bibliotecas eclesiásticas registran los progresos de la reforma católica y se homogeneizan en torno a algunos conjuntos mayores. Ciertos libros específicos son ordenados adquirir y esto causa una fuerte diferencia entre las generaciones clericales, oponiendo a los clérigos formados después de 1660, en la edad de los seminarios, y a quienes les preceden; y por otro lado, acerca a los clérigos de las ciudades y a los clérigos de los campos cuyas bibliotecas, modeladas por las listas tipo de los obispos, presentan grandes semejanzas.

En cuanto a la nobleza, una parte, a veces grande, de los nobles no posee biblioteca. La indigencia (relativa) de las viudas, de los hijos menores de familia, de la nobleza «pobre» lo explica sin duda, pero también un acceso fácil a las colecciones de los parientes, de los protectores, de las administraciones, que puede dispensar de la constitución de una biblioteca personal. Hace más diferencia si son abogados: en vísperas de la Revolución, si la mitad de las bibliotecas de gente de leyes tienen en ese momento más de 300 volúmenes, sólo la cuarta parte de las bibliotecas de nobles titulados cuentan con ese número. En los temas se reduce drásticamente la antigüedad de 22% en 1696 a 6% en 1787; literatura pasa de 15% a 44% en ese mismo período. Evoluciones semejantes parecen marcar sin embargo las lecturas de las noblezas urbanas, sean de París o de provincias, afirmando en todos lados un claro distanciamiento respecto al libro de religión, la primacía de la historia y de la literatura, la escasa acogida dada a las ciencias y artes.

Tenemos ahí signos de una ampliación de las lecturas populares, que hallará confirmación aI margen del tratamiento en serie de los inventarios tras fallecimiento. 

Una vez poseído, el libro debe ser colocado. Los más modestos: Colocado en cualquier sitio, con frecuencia se lleva sobre uno mismo. Cuando el número de libras poseídos aumenta un poco, se vuelve necesario un mueble para ordenarlos. Esos muebles expresan preocupación por la conservación, pero también decorativa y distintiva. Alojan sus colecciones en una o varias habitaciones especialmente consagradas a la conservación y a la consulta de las obras. Tal costumbre es cosa sólo de los más ricos, propietarios de un palacete particular, o de los mayores coleccionistas de libros. También hay casos de gabinetes de estudio, como piezas separadas a las que uno se retira.

Tener presente las distintas dimensiones, pues se refiere como in-12 o in-16.

Un primer uso, tan antiguo como el libro mismo, es el del préstamo, lo que se evidencia en la correspondencia. Hay indicios de un hábito de préstamos a los feligreses, hábito tal vez agudizado por una sensibilidad jansenista.

En eI transcurso dei siglo XVIII se abre con mayor amplitud que antes otra posibilidad para los lectores que no tienen libros en propiedad, o no tienen suficientes: las bibliotecas públicas: oficiales, privadas, de gremios o de órdenes o congregaciones.Hay casos de donaciones póstumas con la condición de acceso al público.

A pesar de la existencia de bibliotecas, había algunas barreras de acceso, por eso nacen los gabinetes de lectura. A partir de los años 1770 sobre todo son muchos los libreros que duplican su comercio con un «gabinete literario», aI que se puede uno abonar para ir a leer las novedades. Las ventajas de rales gabinetes de lectura son recíprocas Los lectores pueden leer en ellos sin comprar, y, sobre todo, encontrar por un precio de suscripción accesible las «obras filosóficas editadas en gran cantidad en las fronteras deI reino. Los libreros, por su parte, pueden consolidar el negocio. Y a diferencia de las bibliotecas, que abren sus puertas con tacañería y que a menudo están mal calentadas y mal iluminadas la cámara de lectura es un lugar confortable, claro, que abre todos los días -incluso los festivos tras los oficios. Las sociedades literarias que proliferan a partir de mediados de siglo, y sobre todo con posterioridad a 1770, se dotan de bibliotecas, compran libros nuevos y periódicos franceses y extranjeros. En algunas de ellas es la lectura misma de los libros puestos a disposición de los socios lo que alimenta el intercambio culto.

Para los más desfavorecidos hay otras formas de arriendo deI impreso. Desde el reinado de Luis XIV, varios libreros parisienses alquilan así, in situ, delante de la tienda, pliegos y gacetas.

En los veinte últimos años del Antiguo Régimen, la reflexión sobre la lectura pública se vuelve central en el pensamiento reformador.

En su utopía (o, mejor, ucronía) de 1711, L 'An 2440, Mercier expone que el libro puede ser tanto obstáculo como apoyo en la búsqueda de la verdad e imagina una pira futurista de libros malos quemados. En el lado opuesto del sueño depurador de Mercier se sitúan los proyectos tesaurizadores de Etienne-Louis Boullée de los años 1784-1785, imagina que los libras, ordenados en las tabicas de las gradas y detrás de la columnata, están aI alcance de los lectores que pasan delante de ellos, y son fácilmente comunicables «por personas situadas en diversas filas y distribuidas de forma que los libros pasen de mano en mano entre ellos».

La lectura de Molière, c.1730
Jean François de Troy

Incluso cuando no es ni femenina ni novelesca, la lectura representada en el siglo XVlIl es lectura de intimidad, el papel del libro en el retrato masculino se encuentra desplazado de ella y comienza a haber diversas representaciones plásticas de esa intimidad de lectura.

EI mobiliario del siglo XVIlI ofrece los soportes adecuados a la lectura de intimidad: a poltrona, dotada de brazos y provista de cojines, la chaise longue o canapé y el canapé quebrado con su taburete separado son otros tantos asientos nuevos en que el lector, y más a menudo la lectora, puede instalarse cómodamente y abandonarse al placer del libro. ¿Indica esa reacción de finales de siglo la toma de conciencia de una evolución de! estilo de lectura que habría hecho pasar a las élites occidentales de una lectura intensiva, reverencial, a una lectura extensiva, desenvuelta, y contra la que habría que reaccionar?

En el transcurso del siglo XVIII, el incremento observado en todas partes del tamaño de las bibliotecas, el acceso más fácil a colecciones públicas y el uso del libro alquilado modificaron sin duda ese antiguo estilo de leer. Otros sectores siguen pensando que leer es algo serio, solemne, no frívolo. A esta representación de la lectura de la individualidad, los hombres del siglo XVIII opusieron otra: aquella en que una palabra mediadora se hace lectora para los iletrados o los mal letrados.

De Greuze a Rétif se construye un mismo motivo: en una sociedad rural patriarcal y homogénea, la lectura en voz alta, hecha en la velada por el jefe de casa o el niño, enseña a todos los mandamientos de la religión y las leyes de la moral.

EI impreso circula ampliamente sin duda en las campiñas francesas del siglo XVIII, pero eso no significa que sea masivamente difundido por una palabra mediadora y nocturna.

Otro material impreso, muy presente en la ciudad, puede implicar la meditación de un lector en voz alta para quienes saben leer poco o mal: el cartel. Oficial o religioso.

En tiempos de crisis, el cartel puede tomar un alcance distinto, sedicioso y manuscrito. A partir de entonces, el cartel no sirve ya a la administración o aI comercio, sino que expresa la protesta.

Todavía en el siglo XVIII la lectura culta puede ser lectura de grupo o lectura en voz alta (como se ve en La lectura de Molière, c.1730, Jean François de Troy)

Desde mediados del siglo XVII, como antes, moviliza el mismo imaginario colectivo, fascinado por las catástrofes naturales, las maravillas y los monstruos, los prodigios celestes, los hechos milagrosos y los crímenes abominables. La temática que impera en el siglo XVI no se modifica apenas, pero, sin embargo, a finales deI siglo XVIl, las formas más humildes de entre los ocasionales evolucionan algo.

El canard también puede suscitar toda una gama de gestos deI fuero privado. Después de haber sido leído, a veces es recortado y la imagen que contiene pegada a la crónica personal.

También se encuentran en los interiores populares otros impresos, que no son libros ni librillos, sino simples hojas. Por ejemplo, las imágenes volantes. En París, en 1700, cuando sólo el 13% de los asalariados poseen uno o varios libros, el 56% poseen imágenes, y en 1780 los porcentajes son respectivamente del 30% y del 61%.

Distribuida anualmente a los cofrades, pegada sobre las paredes del hogar o del taller, una imagen, con escaso texto, sirve sin duda de soporte sensible a las devociones exigidas por los estatutos de la cofradía. Hay con otros motivos, como sacramentos. En todos estas casos o casi en todos estos casos, el impreso de la intimidad popular fija eI recuerdo de un momento importante de la vida.

Juega con el doble registro de la Imagen del texto cosa que autoriza los desciframientos plurales, y articula utilidad y finalidad cristianizadora.

El siglo ampliamente superado que separa los años 1660 de los años 1780 ve de forma irrefutable un incremento de los públicos del libro.

Este proceso de difusión del impreso no avanza sin perturbar las antiguas diferencias. Ya no es un bien raro, por lo que pierde su valor simbólico, y la lectura que lo consume se vuelve en todos algo más desenvuelta. 


viernes, 6 de septiembre de 2024

Aborto en Costa Rica parte 2

El mercado del aborto en Costa Rica en perspectiva histórica
(1900-2020). Una aproximación preliminar
Iván Molina Jiménez

(Parte uno aquí)


El nuevo interés por legalizar el aborto en 1973 

A inicios de 1973 revive el debate porque, en enero de ese año, la Corte Suprema de Estados Unidos, luego de años de movilización femenina, se pronunció en el sentido de que la Constitución protegía el derecho de abortar que tenía toda mujer embarazada (aquí la resolución y el cambio de criterio).

El 21 de septiembre de 1973, el ministro de Salubridad Pública, José Luis Orlich Bolmarcich (1918-2015), indidó que la práctica del aborto había crecido extraordinariamente, ya que solo en San José había “por lo menos 40 clínicas clandestinas, en las que las muchachas se someten a peligrosos tratamientos para eliminar embarazos no deseados” que se caracterizó por la práctica de “abortos clandestinos de todo tipo”, al extremo de que había médicos que lo hacían “en las casas”. Por tal razón, “vino una política de salud”, en la década de 1970, dirigida a “perseguir a esta gente”, ya que las “pacientes llegaban ya en muy mal estado, infectadas, y terminaban en cuidados intensivos”. Interrogado acerca de si estaba de acuerdo con legalizar el aborto en el país, Orlich cautelosamente respondió: “creo que nuestra Iglesia católica debe decir la última palabra sobre el particular. Considero que en última instancia la conciencia nacional ha de decir si debe legalizarse o no el aborto. Me limito a comentar, únicamente, que éste constituye ya un grave problema.

El abogado Enrique Vargas Soto (1973, p. 25) indicó que ya era “suficiente iniquidad la campaña de esterilización de la mujer” propiciada por el Ministerio de Salubridad Pública” en acto de las consignas de organismos internacionales como el Fondo de Población de las Naciones Unidas, para sumar el aborto “a la ola incendiaria de corrupción general, anarquía y desorientación voraz que mina al país”.

El médico y diputado por el Partido Republicano Nacional, Longino Soto Pacheco, afirmó que legalizar el aborto “sería un factor decisivo en el aumento de la prostitución”. Por su parte, el profesor Alberto Freer Jiménez asoció la legalización del aborto con el paganismo e insistió en que “en Cristo debemos tener el modelo al cual debemos seguir, sin hipocresías, y perfeccionándonos en la justicia, en el amor y así lograr una sociedad mejor para un mundo mejor”. La Conferencia Episcopal en un documento fechado el 26 de septiembre de 1973, procuró cerrar toda vía a un debate razonado, al calificar el aborto de “crimen espernible” y al repudiar aun aquel que era practicado “por razones terapéuticas.

Poco después, la parroquia de Tres Ríos reprodujo en un volante el “Diario de una niña que no nació”), un texto originalmente dado a conocer en inglés en Albany (Nueva York) en 1970 y, desde entonces, ampliamente utilizado para acusar de asesinas a las mujeres que abortaban. El 19 de octubre de 1973, Óscar Alfaro Rodríguez, viceministro de Salubridad Pública, indicó que los adversarios de la legalización del aborto podían estar tranquilos, ya que no había proyecto alguno “en tal sentido para ser puesto en conocimiento de la Asamblea Legislativa”. Con esa aclaración, en lo fundamental, finalizó el debate.


El mercado del aborto a finales de la década de 1970


En 1976, la entonces Dirección General de Estadística y Censos, como parte de la Encuesta Mundial de Fecundidad, recopiló información sobre las actitudes hacia el aborto en Costa Rica a partir de una muestra compuesta por 3.037 mujeres “no solteras” de 20 a 49 años. Al analizar esos datos, el investigador Luis Rosero Bixby encontró que casi la mitad de las encuestadas (49,2 por ciento) apoyaba el aborto por alguna razón: principalmente para salvar la vida (35,5 por ciento) o proteger la salud (23,9 por ciento) de la madre, y para evitar que naciera un niño “defectuoso” (28,1 por ciento). En contraste, las mujeres aprobaron poco el aborto en caso de incesto (17 por ciento), de violación (10,7 por ciento), de dificultades económicas para mantener al nuevo hijo (4,2 por ciento), de no desear al hijo por cualquier razón (3,2 por ciento) y de estar soltera y no querer casarse el hombre (1,7 por ciento).

Tales resultados evidenciaron que, en comparación con la propuesta de Siero de 1939, consolidaron su aceptación las justificaciones terapéuticas y eugenésicas del aborto, pero no las que se basaban en la violencia sexual ejercida contra la mujer, la falta de recursos, el libre albedrío femenino, la protección del honor y la estigmatización de la madre soltera y del hijo nacido fuera del matrimonio. 

Hubo casos en 1977 en Desamparados, Vargas Araya, Santa Ana y en las inmediaciones de la gasolinera La Castellana de clínicas clandestinas. 

De acuerdo con fuentes del OIJ, esa “clínica abortiva” (la de Vargas Araya) venía “operando desde hace bastante tiempo” y se conocía que los precios podían fluctuar “entre los cuatrocientos y los mil colones”, de acuerdo con las condiciones de la persona que solicitara el procedimiento. Según las autoridades, la anciana dirigía la clínica sola, “puesto que todo lo hacía dentro de su casa, en el mayor misterio” y, para asegurarse no ser delatada, únicamente aceptaba pacientes que eran recomendadas por “una tercera persona”, que ya estaba “siendo buscada por la policía. 

Iniciaban con mujeres que llegaban con hemorragias al hospital.

Comparados con las experiencias pasadas, esos casos evidenciaron tres cambios importantes: la activa participación de los médicos en la denuncia, la rápida intervención de las autoridades policiales y el papel jugado por los novios en procurar que las jóvenes abortaran, una iniciativa que pudo ser una respuesta a las disposiciones sobre paternidad introducidas en el Código de Familia de 1974.

Se insistió, además, criminalizar esa práctica, que fue definida por un alto oficial del OIJ como “pillaje e inmoralidad”, al tiempo que reconocía que “el negocio de los abortos” era “muy próspero, al grado de que podríamos descubrir una clínica por día, solamente en la capital”


De 1980 en adelante

Las primeras estimaciones del aborto inducido en el país las hizo María Isabel Brenes Varela (1994), quien calculó que, entre 1988 y 1991, podrían haberse realizado entre 6.500 y 8.500 procedimientos de ese tipo por año. Su investigación y otros estudios similares evidenciaron que tal práctica estaba por entonces decisivamente controlada por los médicos y la iniciativa de los médicos por denunciar públicamente las prácticas abortivas como lo hizo Orlich en 1973, o la colaboración con el OIJ a finales de la década de 1970 no solo respondían al interés de velar por la salud de las mujeres, sino a reafirmar su monopolio profesional y a acabar con la competencia de obstetras o enfermeras.

La Nación, 26 de noviembre de 1991
En julio de 1991 los diputados Nury Vargas Aguilar, Daniel Aguilar González y Carlos Castro Arias, del gobernante Partido Unidad Social Cristiana, Federico Vargas Peralta, del Partido Liberación Nacional y el médico Rodrigo Gutiérrez Sáenz de la coalición izquierdista Pueblo Unido, propusieron una reforma que legalizaba el aborto si la persona embarazada era menor de doce años, si estaba privada de la razón o incapacitada para resistir o se hubiera utilizado en su contra violencia corporal o intimidación. Rápidamente, la Iglesia católica y otros cultos cristianos, y diversas organizaciones femeninas, enviaron cartas y telegramas en contra y a favor del proyecto respectivamente. Frente a esa oposición, la diputada Vargas propuso, a finales de agosto, que se efectuara un plebiscito en el que solo participaran las mujeres para resolver si de despenalizaba la interrupción del embarazo, pero esta nueva iniciativa tampoco tuvo éxito, Al igual que ocurrió en 1939, la controversia de 1991 se concentró en la dimensión legal, moral y religiosa del asunto, y tendió a dejar de lado la cuestión del mercado del aborto.

Entre la derrota de la propuesta de la legisladora Vargas y la primera década del siglo XXI, el mercado del aborto experimentó una expansión sin precedente, propiciada por el inicio cada vez más temprano de la actividad sexual, evidenciado en el creciente número de embarazos adolescentes.

Cristián Gómez Ramírez, en el año 2007, estimó que el número de abortos inducidos osciló entre un mínimo de 19.000 y un máximo de 35.000, con una media de 27.000 casos. También encontró que quienes se lo practicaban en el sector privado eran mujeres menores de 25 años, con estudios secundarios o superiores, de áreas urbanas y solteras; en contraste, quienes recurrían a los hospitales y clínicas estatales tenían una escolaridad menor. Además, determinó que las pacientes pobres recurrían mucho más al aborto autoinducido por lo que presentaban mayores complicaciones y requerían ser hospitalizadas con más frecuencia. Finalmente, halló que el método principal para interrumpir el embarazo eran los productos abortivos (Misoprostol vaginal y oral), con los procedimientos quirúrgicos en un segundo plano y solo excepcionalmente mediante el uso de sondas, palos, alambres, ganchos y gazas.

Acerca de este asunto, Gómez (2008) documentó que el personal médico, tanto en el sector privado como en el público, estaba altamente de acuerdo en practicar el aborto en casos de violación y de malformaciones incompatibles con la vida, y medianamente si la persona embarazada era una niña o padecía de enfermedades graves; pero solo mínimamente respaldaba la legalización del aborto.

Las estimaciones de todos los abortos realizados en el país y las cifras de personas que requirieron atención en el sistema estatal de salud por complicaciones habidas luego de efectuado el procedimiento, entre 1997 y el 2017, contrastan con el bajo número de acusaciones presentada en el decenio 2009-2018 ante el Ministerio Público: 253 denuncias por aborto, para un promedio anual de 25 casos; además, solo cuatro mujeres fueron condenadas.

Al comparar estos datos con los de 1976, la proporción de mujeres que aprueban el aborto por razones de violencia sexual parece no haber variado significativamente, si en esta categoría se suman las que a mediados de la década de 1970 lo aprobaban por motivos de incesto y violación. Puesto que el porcentaje de varones que aprueba el aborto en casos de violencia sexual superó ampliamente al de las mujeres, pareciera que conservadurismo cultural femenino está más arraigado que el masculino

Cambio en motivación: Durante la mayor parte del siglo XX, la principal razón para abortar fue preservar el honor femenino, en vista de la implacable estigmatización que experimentaban las madres solteras y los hijos nacidos fuera del matrimonio. Sin embargo, había parejas casadas que también decidían interrumpir el embarazo como una forma de control de la natalidad, aunque esta dimensión del fenómeno está, por ahora, mucho menos documentada. En las décadas de 1970, 1980 y 1990, a medida que la actividad sexual iniciaba a edades cada vez más tempranas y se incrementaba el número de embarazos adolescentes, la principal motivación para abortar fue el interés de las mujeres por poder continuar con sus proyectos académicos y laborales.


Aborto en Costa Rica parte 1

 El mercado del aborto en Costa Rica en perspectiva histórica (1900-2020). Una aproximación preliminar

Iván Molina Jiménez

(Parte dos aquí)

Analiza las condiciones que posibilitaron el desarrollo de un mercado clandestino del aborto en Costa Rica y su funcionamiento en el período 1900-2020. También considera las características de ese mercado, en particular el diferenciado acceso a los servicios médicos según el origen social de las mujeres que abortaron. Además, estudia las principales polémicas que se han desarrollo en el país en torno a la práctica de la interrupción artificial del embarazo y a las propuestas para legalizar dicho procedimiento.


El 12 de diciembre del año 2019, el presidente de Costa Rica, Carlos Alvarado Quesada (2018-2022), firmó la norma técnica que regula la interrupción del embarazo por razones terapéuticas. Pese a que lo único que hizo el mandatario fue modernizar la legislación correspondiente a un procedimiento autorizado en el país desde los códigos penales de 1918 y 1924 (más el actual, de 1970), contra esta iniciativa, demandada y apoyada por movimientos y grupos feministas, se organizó una fuerte oposición liderada por la Iglesia católica y los partidos y cultos evangélicos. El debate respectivo, centrado en la confrontación de puntos de vista médicos y religiosos, tendió a dejar lado, con pocas excepciones, el tema del mercado clandestino del aborto en el país.


Aborto impune.

ARTÍCULO 121.-No es punible el aborto practicado con consentimiento de la mujer por un médico o por una obstétrica autorizada, cuando no hubiere sido posible la intervención del primero, si se ha hecho con el fin de evitar un peligro para la vida o la salud de la madre y éste no ha podido ser evitado por otros medios.


Desde un inicio la interrupción clandestina del embarazo fue una práctica socialmente diferenciada, según la condición socioeconómica de las pacientes; y que las concepciones acerca de los motivos que justificarían implementar ese procedimiento han variado poco a lo largo del tiempo, con un claro predominio de las razones terapéuticas y eugenésicas frente a las basadas en la precariedad de recursos de la futura madre, su libre albedrío para disponer de su cuerpo y para aceptar o rechazar la maternidad, la protección de su honor y la priorización de sus actividades académicas o laborales.


En América Latina, solo Cuba (1964 y 1979) y Uruguay (2012) han legalizado el aborto, pero en contextos históricos muy distintos: en el caso cubano como respuesta al incremento en el número de mujeres que morían como resultado de procedimientos clandestinos, y en el uruguayo producto de una efectiva movilización feminista en un escenario político dominado por la izquierda.


Aborto, honor y sexualidad

En 1900, Joaquín García Monge (1881-1958) publicó Las hijas del campo, una de las primeras novelas costarricenses y la que inauguró el tema de la corrupción de las jóvenes campesinas, desplazadas a los espacios urbanos en búsqueda de empleo, por sus patronos. Al final de la obra, Manuel, el protagonista masculino que sedujo a la sirvienta Casilda, se valió de “un doctorcito amigo suyo” para interrumpir el embarazo de la muchacha.

Un procedimiento que, precisamente por su carácter ilegal, fue la base un temprano mercado clandestino, sustentado en las prácticas sexuales prenupciales, la estratégica conexión entre el honor familiar y la virginidad femenina, y los extendidos prejuicios contra los embarazos fuera del matrimonio y quienes nacían en esas condiciones.

Desde finales del siglo XVIII, empezó a generalizarse el matrimonio en el Valle Central, un proceso que, como lo analizó Eugenia Rodríguez Sáenz (2005, 2007), estuvo relacionado con la presión ejercida por la Iglesia católica y la Corona española, en el contexto de las reformas borbónicas, para regularizar la vida familiar, y con el amplio –aunque desigual acceso– de los pequeños y medianos productores, agrícolas y artesanales, a la propiedad inmobiliaria. Sin embargo había frecuentes casos de hijos antes y fuera del matrimonio (un 14% en en campesinos y artesanos practicaba sexo prenupcial).

Patricia Alvarenga Venutolo (2012), en el único estudio histórico que se ha hecho sobre el aborto en los primeros años del siglo XX, aporta información según la cual, mientras algunas mujeres procuraban abortar por sí mismas, por lo general mediante maltratos infligidos a sus propios cuerpos, otras adquirían productos considerados abortivos.


La polémica de 1934

Publicado el 2 de diciembre de 1934 (p. 3) por el semanario Trabajo (órgano del Partido Comunista de Costa Rica, fundado en junio de 1931), texto para responder a un comentario de Max Jiménez Huete (1900-1947), en el cual este escritor y artista se manifestó contra la legalización del aborto en la Unión Soviética. Trabajo informó que por Barrio México, una vecindad próxima al centro de San José, “hay

una comadrona a la cual acuden los domingos después de misa ‘señoritas bien’ a fin de que la mujer les permita seguir aparentando que nada ha ocurrido en su ‘honra’. La diferenciación establecida por el periódico comunista entre las pudientes, que podían pagar los servicios de un profesional, y las de extracción popular, que no podían permitírselo, es útil. El artículo publicado por Trabajo es de particular importancia porque, sin hacerlo explícito, expuso una de las dimensiones fundamentales del mercado del aborto en la Costa Rica de mediados de la década de 1930: su condición clandestina no impedía que fuera ampliamente tolerado (era conocido pero no penado).


La iniciativa para legalizar el aborto de 1939 


En octubre de 1939, se iba a efectuar en Costa Rica el VIII Congreso Panamericano del Niño, pero por la II GM, no sucedió así. En marzo de 1939 el abogado nicaragüense Francisco José Siero y Rojas (1908-¿?), entonces residente en San José, se manifestó a favor de la legalización del aborto, propuesta que originó la principal polémica sobre este tema en la Costa Rica de la primera mitad del siglo XX. Influido fuertemente por las teorías eugenésicas, difundidas en América Central desde la década de 1870 y reforzadas por el ascenso del fascismo y el nazismo en Europa (Palmer, 1996; Hawkins, 1997), Siero defendió la eutanasia “o muerte piadosa”, la esterilización “de los dementes” y, en los siguientes casos, el aborto: “la mujer violada que resulta embarazada”, por razones terapéuticas y cuando “es imposible el mantenimiento de los hijos”-.

Fuertemente combatida, principalmente por el sacerdote y activista religioso Rosendo de Jesús Valenciano Rivera (1871-1962), quien tuviera una destacada participación en el conflicto por la enseñanza de la teoría de la evolución en el Liceo de Heredia en 1907. Tal presbítero, para quien la legalización del aborto en Rusia originó “un furor abortivo de las niñas bolcheviques”, consideraba que algo similar ocurriría en Costa Rica si se descriminalizaba ese procedimiento y se abrían clínicas “para que las muchachas alegres puedan vivir a sus anchas”. Claudio Bolaños Araya (1892-¿?), canónigo y secretario de la Curia Metropolitana, acusó a Siero de criminalizar a niños inocentes y de procurar su muerte. Sara Casal Conejo (1879-1953) (1939, pp. 4, 7), recordó que el artículo 45 de la Constitución establecía que la vida humana era inviolable.

Siero usaba argumentos a favor de la legalización del aborto, pero con un énfasis mayor en las justificaciones eugenésicas, por lo que insistió en que era necesario “impedir la procreación de los ineptos” y combatir “la irresponsabilidad de quienes procrean hijos que no están en posibilidad de mantener, o que no han debido intentar procrear por sus condiciones físicas o morales”. Además, para apoyar la aprobación de “una legislación antinatalista” con esos propósitos, indicó que, en el caso de una mujer soltera que resultaba embarazada, el impulso de la maternidad no surgía inmediatamente después de la concepción y era contrarrestado por el desamparo y la humillación a que se expondría si no se despojaba de aquello que “cohíbe su trabajo, desmerece su salud” y “físicamente la deforma”.

Si bien la Iglesia católica no simpatizaba con el feminismo, el énfasis en que la propuesta de Siero era anti-maternalista procuraba encontrar eco entre mujeres identificadas con el sufragismo, como Casal, Ángela Acuña Braun (1888-1983) y Auristela Castro Muñoz (1886-1976), como efectivamente ocurrió, aunque de maneras que resultaron inesperadas para dicho eclesiástico. Castro clamó por no hostilizar a las madres solteras y por reforzar las políticas sociales para atender “a los hijos del amor libre” con la creación de una inclusa. Tal llamado fue respaldado por Acuña, quien defendió la interrupción del embarazo por motivos eugenésicos y añadió que era fundamental investigar la paternidad y generalizar la educación sexual, iniciativa esta última que posteriormente fue secundada por Castro. Más políticamente, Casal (1939, p. 7), al manifestarse contra el aborto, aprovechó también para hacer propaganda a favor del sufragismo. Rodrigo Facio Brenes (1917- 1961), escribió en 1939 un extenso ensayo jurídico a favor de reformar la legislación del aborto en un sentido similar a lo planteado por Siero. 

Pese a que la controversia se prolongó por más de un mes, el mercado del aborto apenas fue mencionado esporádica y fugazmente. De acuerdo con Valenciano, un procedimiento de ese tipo podía costar entre 50 y 100 colones (equivalentes a entre uno y dos salarios mínimos mensuales en esa época)

Casal sugirió que la práctica del aborto era más urbana que rural, ya que a tal procedimiento recurrían principalmente muchachas solteras “que se creen de alguna posición social y quieren pasar por honradas y viven pendientes de que se les tenga aprecio, a pesar de su vida licenciosa”. Su punto de vista, aunque prejuicioso en relación con la cultura de las jóvenes modernas, fue particularmente preciso al establecer esa diferencia geográfica que se manifestó en que la proporción de nacimientos fuera del matrimonio era más elevada en las ciudades del Valle Central que en el campo.

La propuesta de Siero dejó casi completamente al margen una importante dimensión del mercado del aborto, que fue fugazmente mencionada por Castro: la de mujeres casadas que, con o sin el consentimiento del marido, procuraban interrumpir su embarazo como una forma de control de la natalidad.


LECTORES, REPRESENTACIONES Y PRÁCTICAS parte 1

(parte 2 aquí)

Roger Chartier


ESTRATEGIAS EDITORIALES Y LECTURAS POPULARES, 1530-1660


Si muchos no pueden leer directamente, sin mediación, la cultura de la mayoría está sin embargo profundamente penetrada por el libro, que impone sus normas nuevas, pero que autoriza también costumbres propias, libres, autónomas. Por eso hemos elegido atender a su difusión y a sus efectos, entrecruzando la historia de los objetos y la de las costumbres y confrontando estrategias de editores y tácticas de lectores.

Primero hay que definir qué se entiende por clases populares, y se encuentran identificados como «populares» los campesinos, los trabajadores y maestros de oficios, los comerciantes (y también los que se han retirado de la mercadería, designados con frecuencia como «burgueses»), Descubrir si estos hombres son habituales deI impreso no es cosa fácil, ni tampoco es posible hacerlo de manera sistemática más que en algunos parajes urbanos.

Se analizan inventario post-mortem en Amiens y se concluye que desde el primer siglo de su existencia, el libro impreso ampliamente mayoritario (en relación a los manuscritos) y no fue privilegio exclusivo de los notables, sino que afectó a una población de lectores, con algunas puntualizaciones, como que varía dramáticamente entre ocupaciones, y la cantidad pues más de 20 era algo ya muy inusual. Los datos parecen coincidir con la capacidad de firmar en otros estudios. Compara con París años después y con datos de compras a libreros (libros de cuentas de Grenoble).

Analizando por temáticas, los libros religiosos, en especial los libros de horas son los que dominan al punto que en ocasiones era el único libro que poseían. Le sigue la Leyenda Dorada y Biblias. En menor medida libros de oficios. Todos en versiones caras y baratas.

Otra limitación es que en los siglos XVI y XVII, más que antes sin duda, la relación con lo escrito no implica forzosamente una lectura individual, la lectura no entraría forzosamente la posesión y la frecuentación de lo impreso no implica forzosamente la del libro. Incluso puede haber posesión colectiva, lectura a viva voz en talleres y en el proceso del aprendizaje, así como en reuniones de carácter religioso, y acceso así más amplio que la mera propiedad podría sugerir y que podría permitir una lectura individual por el nivel de analfabetismo. Hay mayor uso de libros en actividades de aprendizaje colectivo en las ciudades afectadas por La Reforma. Por último, en las cofradías de festejos, sean de oficio o de barrio, se elaboran, circulan y se leen piezas impresas que acompañan los gestos festivos. Incluso durante el tiempo de carnaval, la cofradía Jovial de los obreros impresores edita pequeños librillos. Además de la lectura y comentarios durante los trabajos, aunque eran más de tradición oral. Hay poca evidencia de lecturas en veladas campesinas. Había textos religiosos cuya lectura a viva voz a un grupo permitía ganar indulgencias. Había una gran producción de imágenes y textos breves, en planchas propiedad de las cofradías, que pegaban en paredes de casas y otros establecimientos. Luego se divulgaron esas mismas formas e imágenes pero con motivos políticos, de diversión, satírica o moralizadora. Los proverbios de Laignet fue famosa. AIgunos ocasionales, vinculados a la actualidad política, repiten esa misma fórmula de impresión de una hoja sólo sobre su recto, lo cual permite pegarlos; por ejemplo, en 1642 Le Pourtraict de Monseigneur le cardinal de Richelieu sur son lit de parade, avec son épitaphe (detalle aquí).

Menos inmediatamente «populares», puesto que recurren exclusivamente al escrito, los grandes carteles pueden sin embargo alimentar la cultura de la mayoría: pegados sobre los muros de la ciudad, pueden ser leídos por los que saben a quienes no saben.

Los canards alimentan las imaginaciones ciudadanas con relatos donde la desmesura, sea la del desenfreno moral o del desorden de los elementos, y lo sobrenatural, milagroso o diabólico, rompen con lo corriente de lo cotidiano. Con tiradas muy grandes, los canards constituyen sin duda, junto con los almanaques, el primer conjunto de textos impresos en forma de folletos con destino a lectores más numerosos, y los más «populares», lo cual no significa que sus compradores fueran todos artesanos o comerciantes, ni que su lectura produjera efectos unánimes.

Nieolas Oudot edita a partir de 1602 libritos poco costosos, pronto designados como «libritos bleus [azules]», alusión al color, bien de su papel, bien de su tapa. Con 21 ediciones, las novelas de caballería constituyen cerca de la mitad de la producción. Segundo conjunto de textos impresos en forma de libritos baratos por Nicolas Oudot: las vidas de santos. Su hijo sigue ese camino y otros impresores también.

Los almanaques incluían contratos, que prevén las obligaciones de ambas partes: para el autor, la entrega del texto del almanaque todos los años, durante seis, ocho o diez años, y la obtención deI permiso de las autoridades eclesiásticas y civiles; para el impresor, el pago anual de una suma de dinero a la que puede unirse cierto número de ejemplares del almanaque. A mediados del siglo XVII es cuando la producción de los almanaques troyanos conoce su apogeo.

En el primer siglo de su existencia, la Bibliotheque bleue, almanaques incluidos, parece llegar esencialmente a un público ciudadano.

El vendedor ambulante de libros es por lo tanto una figura urbana, que ofrece juntamente libras ocasionales y piezas oficiales, almanaques y librillos bleus, panfletos y gacetas. No será hasta el siglo xviii cuando la venta ambulante salga fuera de las ciudades. Difundida sobre todo en la ciudad, la literatura bleue no es leída exclusivamente, sin duda, por la gente humilde urbana. Por su economía misma, el almanaque podía suscitar ese tipo de lectura plural, dando a leer un texto a quienes saben y signos o imágenes a descifrar a quienes no saben, informando a unos sobre el calendano de las justicias y de las ferias, a otros sobre eI tiempo que ha de hacer, diciendo, en su doble lenguaje de la figura y de! escrito, predicciones y horóscopos, preceptos y consejo. El almanaque parece el libro por excelencia de una sociedad todavía desigualmente familiarizada con el escrito donde, sin duda, existe una multiplicidad de relaciones con el impreso, de la lectura cursiva aI desciframiento balbuceante. La constatación vale, indudablemente, para los librillos bleus -en menor medida, sin embargo, dado que aquí el texto sólo va acompañado generalmente de escasas imágenes. Las ciudades se convierten en los islotes de una cultura distinta.

Las estrategias editoriales engendran, pues, de manera desconocida no una ampliación progresiva del público del libro, sino la constitución de sistemas de apreciación que clasifIcan culturalmente los productos de la imprenta, y, por consiguiente, fragmentan eI mercado entre unas clientelas supuestamente específicas y esbozan fronteras culturales inéditas.